Recobrando la memoria Primera edición 2021 Publicaciones Museo Rayo ©Anibal Manuel anibal-manuel@outlook.com Diseño integral y maquetación: El autor Derechos reservados conforme a las normas vigentes que protegen la propiedad intelectual en Colombia.
a Manuel Alejandro y María Angélica para que no la pierdan.
I
EL COMIENZO
Viotá estaba conformado, en aquel entonces, por no más de cuarenta casas de paredes de bahareque y techo de paja dispersas alrededor del potrero donde pastaban caballos y vacas y algunas ovejas de los pocos pobladores que se habían animado a probar suerte allí. El lote había sido destinado por un tal Matías Basurto y otros ricos hacendados para hacer de plaza pública y construir, en su entorno, una iglesia. El pueblo estaba enclavado en el piedemonte de la Cordillera Oriental y pertenecía, como parroquia, a la provincia de Bogotá, en la jurisdicción de Tocaima. Tierra fértil, de sabanas pintadas de todos los verdes, de vegas ondulantes como una melodía, de tupidos bosques y extensos labrantíos en tierras que se hallaban en manos de unas pocas familias.
Muchos años atrás habían llegado a esas tierras los españoles de vuelo aventurero empujados por la avaricia, buscando con afán lo único que tenía interés para ellos: el oro de los muiscas. Muchos lo encontraron y alzaron con el botín. cogiendo mar adentro rumbo a la península, a donde regresaban para ser tratados como nobles señores después de haber partido como bandidos. Otros se quedaron rastreando con desesperación, indagando sin resultados, horadando las montañas para tratar de hacerse al brillo dorado de la fortuna. Algunos lograron la recompensa de una veta. Los que salieron con las manos vacías y una frustración muy grande terminaron asentados en las mejores tierras y enriqueciéndose tanto como para hacer pensar que, de alguna manera, le habían arrebatado a la suerte el metal que todos codiciaban. Se convirtieron en poderosos hacendados. Cambiaron su tosco ropaje de aventureros por los delicados encajes de una aristocracia que en el viejo continente los miraba con desprecio y ellos solían mirar desde la marginalidad.
Habían pasado setenta años desde la fundación de Viotá y el pueblo seguía siendo un montón de ranchos alrededor de la plaza y en las proximidades de las haciendas. El tiempo no se apresuraba, corría tan despacio que la gente iba y volvía y nada había sucedido. De repente el sopor del mediodía era roto por el arrullo de una torcaza o el chirrido de las chicharras. Entonces, los viejos en retiro tenían motivo para una charla en torno a las aves que suelen acompañar el tedio o los insectos que anuncian veranos interminables. Fue en ese pueblo de monotonías cotidianas donde nació, más o menos en 1886, Uldarico Venegas Farján, mi abuelo por línea materna.
El año es aproximado, ya que el registro civil de nacimiento aún no se asentaba en ese papel firmado por el señor notario para que una persona pudiera demostrar su existencia. Lo que valía era la fe de bautismo, documento que no solamente daba constancia de haber nacido en determinada fecha, sino que otorgaba pertenencia al rebaño de la sacrosanta iglesia católica, apostólica y romana. La única y verdadera iglesia, según el decir de los pastores y sus ovejas.
La fe de bautismo de Uldarico, elaborada en la penumbra de la casa cural con la parsimonia del amanuense de caligrafía adornada, desapareció con el correr del tiempo. Tal vez quedó refundida en los estantes de madera de la casa cural y allí permaneció hasta tornarse amarillenta y quebradiza. Quizá fue devorada ratones y otras alimañas, o trasladada a la parroquia vecina cuando unos señores del gobierno central decidieron crear otra provincia, otro municipio. Así se fue perdiendo, también, la fecha de su nacimiento.
***
«Él fue sacramentado en la pila bautismal de La Inmaculada Concepción de Viotá, pues allá nació. No en el propio pueblo sino en la plena ruralía, en el ranchito de la loma, cerca de las pasilleras de La Turena. Misiá Tulia Libreros fue la que lo ayudó a venir al mundo, muy a las seis de la mañana. Del día ya nadie se acuerda. Eso no importa. Uno no necesita saber de fechas sino de cómo es que se ordeña una vaca, cómo se siembran las chapolas y se cosecha el maíz. ¿Para qué diantres necesita uno saber de fechas? Trabajar honradamente, eso es lo que necesita saber el hijo de un peón del campo pa’ que le enseñe a sus hijos y a sus nietos, si es que le queda tiempo pa’ conocerlos. Si usted aprende esas cosas, le va ganando a la vida y nunca le faltará un bocado de comida y una mecha pa’ tirarse encima. Mire no más al compa Remigio.»
***
Las dudas sobre los años que había recorrido asomaban cuando debía acudir a una oficina pública donde, para su desgracia de analfabeta total, el empleado le advertía que primero contestara unas preguntas y luego estampara su firma.
—Si no sabe firmar, no más ponga una cruz o una equis encima de la línea —indicaba el empleado, sin ocultar un gesto de burla. —¿Edad de sumercé? —agregaba, golpeando el cabo de la pluma en la superficie del escritorio.
—Veintitantos, creo —Contestaba Uldarico.
—¿Veintitantos cree? ¿En qué fecha fue que nació, pues?
Entonces era necesario desempolvar ciertos acontecimientos que llegaban a la memoria de los Venegas tomando la forma de anécdotas desgranadas en las tardes de ocio al calor de un café con arepa de choclo. «Recuerden que por los días cuando murió la comadre Policarpa fue que estuvimos trabajando en la finca de don Elpidio González», comentaban haciendo cuentas. «Por aquellos días se enfermó el compadre Telmo y se vino la crecida de mayo, la de hace cuatro años». Por eso, cada vez que fue necesario saber la fecha de nacimiento de Uldarico se calculó tomando como estacón de referencia la Guerra de los Mil Días.
El nombre de sus padres también se fue diluyendo en las brumas de la memoria hasta el punto que ya nadie los mencionaba para bien o para mal. Si le preguntaban al respecto, respondía con un ¡Quensequé! exclamación que parecía salir desde lo más profundo del estómago y a la que dábamos la interpretación de ¡Yo qué voy a saber! Así que su descendencia quedó sin nada de qué aferrarse cuando intentara viajar al pasado cabalgando en los recuerdos para preguntar por sus abuelos o bisabuelos. Los antepasados, como se les decía por darles forma y nombrarlos de alguna manera, apenas eran fantasmas sin voces ni forma que rondaban, desapercibidos, en el patio de la casa. En la imaginación de los que siendo muy niños alcanzamos a acercarnos a sus últimos años, se tuvo como verdad que ese viejo de mirada apagada y rostro de bondad endurecida a golpe de adversidades era el principio único de la familia. Imaginábamos que aquel viejo campesino de espalda encorvada y a quien veíamos caminar con dificultad hacia últimos recodos de su vida, apoyándose en muletas por culpa del reumatismo que convirtió sus brazos y piernas en retorcidas raíces de mangle, no había sido engendrado por otro Venegas sino concebido como esos seres que inesperadamente aparecen al voltear la hoja de los libros de cuentos infantiles para seguir con su presencia hasta la última página. Sin embargo, muy cierto era que los padres de Uldarico, de Manuel Antonio y Benjamín, sí existieron. Debieron ser como todos los Venegas de antes y de casi siempre: rudos jornaleros de hacha y machete, sin suerte ni alfabeto, de esos que agotaron cada día escarbando con el azadón una tierra que no tenía fin ni les pertenecía, o arreando el ganado de un señor muy rico al que le debían todo, hasta el poco aire que lograban respirar en las haciendas.
***
«La Turena era una hacienda muy grande con varias fincas. Estaba la finca del trapiche, la de la platanera, la de la frijolera y el maíz… y así. En las fincas más grandes había ranchitos de una sola pieza levantada con paredes de embutido y techo de paja y un corredor estrecho encerrado con barandal de guadua. Los levantaban pa’ mantener a los peones amarrados al corte. El rancho que le dieron a los Venegas pa’ que vivieran era tan pequeño que el ángel de la guarda tenía que dormir afuera. Estaba en lo alto de una colina, rodeado de acacias, písamos y gualandayes que tapaban el sol para dar frescor, pero dejaban pasar la luz del día. Toño, Uldarico y Benjamín se la pasaban jugando, juegos de muchachos que los entretenía mientras iban creciendo. Hasta que Toño tuvo como ocho años y le tocó que coger el surco porque era el más grandecito. El viejo se lo llevaba pa´l corte y le aseguraba un canastillo a la cintura pa’ enseñarle a coger café. O le colgaba al cinto un machete y arrancaba con él pa’l cañaduzal a cortar caña. Uldarico, lo recuerdo como si lo estuviera viendo ahora, se quedaba solo, mirando para lo lejos, porque el Benjamín estaba muy pequeño pa’ jugar con él. Por eso el muchacho se volvió todo callado y así se quedó hasta que fue un hombre hecho y derecho. Me recuerdo que de muchachito ya petacón uno lo veía recostado en la baranda mirando a lo lejos. Ahí se podía quedar eternidades, sin mover sino los ojos pa’ parpadiar. Hasta que a él también le tocó pegar para el surco y ya fue el otro el que se quedó solo, mirando pa’ lo lejos y esperando el turno»
***
La Turena fue propiedad de don Aurelio Mazuera, un viejo rico de mucho nombre e influencia en la región. No era para menos: Estuvo en las guerras que se dieron después de la muerte de Bolívar. En la del año 51 le tocó en el bando que salió vencedor, al lado del presidente José Hilario López, quien le pagó el favor de su apoyo otorgándole, sin haber estado en batalla alguna, el título de general y un baldío de muchas hectáreas. Don Aurelio Mazuera se convirtió, en poco tiempo, en amo, dueño y señor de tierras que iban más allá de donde el ojo alcanzaba a divisar y de ganado cuyo número desbordaba las hojas de las libretas de cuentas. Cuando cabalgaba recorriendo su latifundio, nadie dejaba de sentir por él un temor reverencial que al final desembocaba en cortesía sumisa, como la del perro cuando recibe una migaja. Don Aurelio sabía cómo imponer las condiciones otorgadas por el poder. Su hijo mayor no solo heredó el nombre sino el poder, las tierras y el título de general, que antes se trasmitía por derecho, como los títulos de los nobles en Europa. Cuando su padre aún vivía, en familia le llamaban Lito, para diferenciarlos. Pero solo en familia. Luego fue Aurelio el joven y finalmente fue conocido por todos como El General.
El General no obtuvo el alto grado militar en una academia, pues por estos pagos no se conocían. El General fue general de la República por derecho divino, sin necesidad de pisar el campo de batalla ni blandir la espada para enfrentar al enemigo. A El General, como a su padre, le fue suficiente con meter la mano a la bolsa y donar a la causa bélica una buena cantidad de dinero y un puñado de hambreados peones que seguramente el día anterior estuvieron ocupados en la siembra de maíz o en el cuidado del ganado. No podía ser de otra manera. Los grados intermedios se alcanzaban por haberse desempeñado como cabo de corte, con mando en los cultivos antes de ir a la guerra. O por haber matado una cierta cantidad de enemigos en las batallas: tres para ascender a cabo, seis para llegar a Sargento, ocho para alcanzar el de capitán, por ejemplo. Se daban casos en los que bastaba con demostrar buena puntería en el tiro al blanco durante las treguas o salir indemne de una descarga cruzada de la que era casi imposible escapar con vida y de inmediato se tenía el ascenso, sin ceremonia diferente a la coserle el distintivo sobre el viejo traje de faena.
***
A mitad de 1899 los periódicos anunciaron el movimiento de liberales que se declaraban en rebelión contra el gobierno conservador de Manuel Sanclemente. En La Turena pudo verse de inmediato el ir y venir de personas que vestían finos y negros trajes de paño inglés. Hombres de porte elegante empezaron a frecuentar a El General. Ellos venían de fuera, de Bogotá, y del Tolima. Él General les decía doctores Fulanos de Tal y se dirigía a ellos con una mezcla de confianza respetuosa y distancia social. Todos caminaban muy tiesos, como si les hubieran almidonado no solo las ropas sino el cuerpo. No adelantaban un pie sin antes premeditar el siguiente paso y cada movimiento, cada gesto, era ejecutado con la minuciosidad estudiada del que sale al escenario social para representar el papel de privilegiados. Miraban de medio lado, levantando las cejas tanto para preguntar como para responder. El General los trataba con deferencia impostada, tratando de no sacar a flote el fastidio que sentía; no por ellos en particular sino por gente de esa condición. Los filipichines, como solían llamarlos, agotaban el arsenal de zalemas aprendidas en la capital y se daban libertades en el trato con la servidumbre de la casa.
Cada vez que llegaban con sus trajes de ciudad, botines de charol y bombines ingleses, El General salía con sus huéspedes a recorrer el latifundio. Era el programa con que iniciaban su estadía en La Turena. Montando finos corceles domados por chalanes llaneros y adiestradores españoles, las cabalgatas iniciaban antes de clarear el día. Visitaban una a una las fincas, parcelas y aparcerías de la enorme hacienda, oportunidad que aprovechaba El General para mostrar su poderío económico y don de mando.
El General había logrado, como su padre, ser compensado en su amor a la patria y a la guerra con tierras baldías otorgadas por el gobierno nacional. El latifundio era, ahora, más extenso. Y la peonada más poblada.
La Turena amplió la ocupación de jornaleros que llegaban en imbatible pobreza y permanecían allí por años, maniatados por un sistema de producción agrícola del todo feudal. Las oportunidades de trabajar por su cuenta eran tan remotas que su único designio era mostrarse cada vez más sumisos, incrementando con su necesidad la oferta de una mano de obra de mínimo costo y la máxima ganancia. Eran jornaleros de mirada elemental y sumisos al extremo del vasallaje.
***
A finales de septiembre El General estuvo más visitado que en otras ocasiones. El movimiento en la casa grande de La Turena se hizo intenso y la servidumbre estuvo tan ocupada que casi empataba la noche con la madrugada, atenta a los doctores que llegaban de la capital.
Cuando todos los invitados estuvieron en la hacienda, fueron reunidos en la sala para un brindis formal de bienvenida y, de paso, ponerlos al tanto de las actividades planeadas para el día siguiente: Realizarían el paseo de honor. Ese mismo día instruyó a los palafreneros para que las bestias estuvieran aperadas y prestas a partir antes del alba.
La cabalgata inició a las cinco de la mañana. El General no podía esperar a que el sol saliera del todo para mostrarse como anfitrión generoso y amo inflexible. Desde el inicio del recorrido estuvo locuaz y de inusual buen humor. Sus acompañantes reían, asentían complacientes a cada palabra de El General. En una vuelta del camino levantó la mano con aire de todopoderoso, indicando que allí harían una parada. Extendiendo el brazo y con el dedo índice señaló un punto casi imperceptible allá a lo lejos. Era la casa de la primera finca a visitar. Luego de una pausa, dentro de la que algunos desmontaron para aliviarla vejiga, reanudaron la marcha, a paso normal, charlando animadamente.
La luz lechosa del nuevo día descubrió la casa que antes fuera solo un punto en la distancia. El General se apeó asumiendo la pose heroica tan popular en los grabados de los libros de historia y fue ascendiendo con lentitud premeditada por las toscas gradas de madera de la entrada hasta alcanzar el corredor. Allí, con el sombrero en la mano, lo esperaba el encargado de la finca.
—¿Cómo me le va Hipólito? ¿Qué hay de nuevo? —le preguntó, mirando por sobre la cabeza del hombre hacia un lugar inexistente, gesto con el que indicaba que él estaba muy por encima de la gente a su servicio. —La vaca cachimocha parió anoche, patrón —respondió el hombre, con la mirada clavada en el suelo. Era un diálogo impersonal, sin dirección. Hipólito también se las traía a la hora de hablar con El General. Y El General lo sabía. En distintas ocasiones había descubierto, detrás del hombre que agachaba la cabeza, una furtiva mirada que destellaba algo de odio. Sin embargo, Hipólito nunca le daba motivos para una recriminación o algo más drástico. El General desconfiaba de la lealtad de su finquero, pero no de su sometimiento.
—¡Hipólito, traiga agua de la tinaja! —retumbó el patrón. Hipólito salió a trote corto en dirección a la cocina. Y pa’ mis invitados una chichita fresca ¿Oyó? —agregó cuando el hombre ya había dado cuatro trancos para entrar en la cocina, donde su mujer y tres guisanderas llegadas de otras fincas la noche anterior se afanaban con la preparación de algún bocado para los invitados de El General.
Todo estaba previsto para que los recién llegados quedaran impresionados. ¿Cuatro mujeres en la cocina de una finca? Sí, porque era de El General.
Hipólito regresó al momento con un vaso de cristal colmado de agua recogida en la tinaja del filtro y tres jarras, también de cristal, decoradas con flores pintadas a mano y rebosantes de chicha. Guardando distancia con el grupo, el hombre permaneció en un extremo del corredor atento a cualquier señal, cerca del grupo, pero distante de la charla, mientras las mujeres aguardaban en la cocina. El General le dio algunas instrucciones adicionales y con voz marcial se dirigió a todos:
El trayecto fue de todo el día y en cada parada las escenas se repetían con alguna fidelidad. Visitaron todas las fincas. Los filipichines, que a su traje de ciudad sólo agregaron los zamarros y sombreros de jipijapa, no paraban de elogiar la fertilidad de las tierras, la abundancia de ganado, la finura de los caballos. Cada elogio era como un poema y el General, hinchiendo el pecho de orgullo, recogía cada expresión, observando en detalle el rostro de uno y otro como siempre lo hacía cuando la gente se desbordaba en calificativos.
La tarde fue cayendo para volverse noche. La caravana regresó a la casa grande. Allí los esperaba la servidumbre acuciosa en la ejecución de todo mandato y una cena abundante.
El General no medía gastos cuando se trataba de atender a huéspedes e invitados. Hacia la media noche despidieron la jornada con unas copas de vino francés. Todo salió como fue planeado.
***
En la primera semana de octubre El General regresó por el mismo camino y haciendo las mismas estaciones, jineteando un caballo negro como la misma noche, en compañía de dos hombres de toda su confianza; trabajadores suyos, pero con privilegios. Vestía casaca militar gris con visos negros, adornada con galones que le ensanchaban los hombros, cordones dorados que le cruzaban la pechera y botas que le llegaban un poco más abajo de la rodilla. Lucía como aquellos que quedaron inmortalizados en óleos de artistas contratados para que contaran las mentiras y una que otra verdad de la epopeya libertadora. De veras semejaba uno de aquellos guerreros casi mitológicos que los retratistas oficiales de la época presentaron llegando invencible a la cima de una colina con la espada en una mano y el tricolor en la otra, mientras sus soldados iban cayendo en medio del fragor de la batalla. En esta ocasión logró que los peones de cada finca quedaran deslumbrados al verle.
En cada una de las fincas hizo congregar a todos los hombres, incluyendo a los muchachos con más de doce años de edad. Parado frente a ellos, Ejecutó la muchas veces ensayada rutina de caminar en silencio, con los brazos a la espalda y la vista en el piso, en actitud de meditación profunda. Luego, con tono de voz y movimientos teatrales, empezó recordándoles que él era el patrón y si comían y tenían un techo era por él, por su generosidad al ocuparlos. No pasó por alto ni ocultó la intención de echarles en cara todo lo que le debían. Al final les dijo que en tres días los esperaba en la casa grande de La Turena, pues tenía importantes noticias para darles. Nadie imaginó cuáles eran las noticias, ni El General se molestó en informarles. Los necesitaba a todos y punto. No era un favor que les pedía. En sus tierras el daba órdenes y los peones obedecían sin chistar. Nada más.
Desde temprano la peonada convocada se fue aglomerando en los lotes aledaños a la casa grande. Todos permanecieron en silencio, expectantes. Entre ellos estaba Uldarico Venegas Farján con más o menos trece años de vida y esa vocación de sometimiento transmitida por no se sabía cuántas generaciones. A las ocho en punto salió El General acompañado de otras personas, igualmente vestidas con uniforme. Desde el largo corredor, apoyando las manos en el barandal y asumiendo una pose más histriónica que marcial, se dirigió a todos:
—Negros nubarrones se forman sobre el horizonte amenazando los intereses de la República, los intereses de los ciudadanos de bien. Todos somos ciudadanos de bien. Ustedes, yo, todos los que construimos con nuestro trabajo, esfuerzo y tesón este país. La estabilidad y permanencia de las instituciones legítimamente constituidas están asentadas ahora sobre las arenas movedizas del caos político. La espada de Damocles, amenazante por siempre, pende sobre nuestras cabezas. El hilo que la sostiene es débil. Es el momento histórico de rechazar al enemigo político que quiere hacernos sucumbir y hacer sucumbir la democracia de nuestra patria. El enemigo quiere hacernos daño. Es el momento que la historia nos depara para rechazar el yugo del centralismo pernicioso. Es el momento de empuñar las armas para defender nuestros ideales y darle una lección a los que pretenden que lo conseguido en la revolución francesa para el orbe y con la campaña libertadora para nuestra patria sólo quede en la tinta de los documentos, tinta que ni las arenas del tiempo podrá borrar. ¿Quiénes más que ustedes para defender el más preciado tesoro que guardan en sus corazones? ¿Quiénes más que ustedes para salvaguardar esa institución que nos da el carácter de civilizados y que está constituida por sus familias? La familia, la mía, la de ustedes, está a punto de ser vulnerada... ¡Digamos NO a la opresión del Partido Nacional! ¡Digamos NO al Partido Conservador! ¡Todos digamos NO! La patria nos necesita, a ustedes, a mí, a todos. No podemos darle la espalda en estos momentos decisivos. Tenemos que defenderla con nuestro amor, con las armas y con nuestra vida si es posible. No tenemos otra senda que nos señale el destino. El dios pagano Ares, tan afecto al belicismo, a la guerra, nos llama y no podemos ser indiferentes a ese llamado. Todos debemos empuñar las armas y demostrarle a Colombia que estamos listos a caminar con la frente altiva al altar de nuestro sacrificio. Sus hijos agradecerán su sacrificio. ¡Viva el Partido Liberal! —remató, sin perder el tono teatral.
Una leve brisa, apenas percibida bajo el sol de la mañana, fue suficiente para arrastrar bien lejos las palabras de El General. Quienes lo acompañaban en el corredor aplaudieron con emoción exagerada. Sonreían y se estrechaban las manos como si les hubieran dado la mejor noticia de sus vidas. Algunos de los peones que estaban cerca del barandal aplaudieron para espantar el aburrimiento, mas no se estrecharon las manos. Después de todo, no sabían de qué alegrarse. El golpeteo de las palmas crecía.
Los acompañantes de El General bajaron del corredor y organizaron grupos a los que les interpretaron las palabras de El General, explicándoles que la guerra estaba declarada y algunas tropas se habían organizado ya. Los liberales armados llegarían de Santander, Tolima y el Cauca grande. La familia de todos está en peligro. La patria también. A todos nos duele la patria. Viotá es parte de la patria. Si La Turena está en Viotá, entonces hay que defender La Turena y las familias de los que viven y trabajaban en La Turena.
La peonada seguía en silencio o apenas hablando en susurro. Las palabras de El General aún resonaban en sus oídos. Sin embargo, seguían sin descifrar su significado, aunque la comitiva que lo acompañaba en el discurso trataba de explicarles el trasfondo. Apenas sí pudieron entender que los conservadores eran los enemigos y querían hacerles daño a las familias de todos los que habían sido reunidos allí. No podían permitirlo. Había que salir a proteger a la mujer y los hijos cuando vinieran a atacarlos. Gracias a Dios los patrones les darían con qué defenderse.
—Me parece que lo que se viene es la guerra —dijo un hombre ya pasado en años. El que estaba a su lado volteó a mirar para cerciorarse quién había hablado. —Una guerra entre liberales y conservadores es lo que va a haber, una guerra como las de enantes. Eso fue lo que entendí —siguió hablando el hombre, como si pensara en voz alta.
—¿Una guerra, sumercé? —preguntó el que estaba a su lado. Era un hombre joven que quizá andaba por los veinticinco. —Mi apá cuenta que estuvo endenantes en la guerra y que eso no es bueno —agregó.
Los dos volvieron a su silencio. En la peonada el murmullo fue creciendo y la noticia de una guerra cubrió, como una nube amenazando lluvia, el tumulto que empezaba a inquietarse. Nadie quería ir a la guerra. Harto sabían de esos ajetreos por los relatos de batallas que sus padres y abuelos soltaban, lamentando tragedias y exagerando proezas y con el orgullo de haber sobrevivido para contarlas. Sabían de las mujeres que quedaron viudas y sin volver a ver los restos de sus maridos sepultados en el mismo campo de batalla. Mujeres que apenas iban para la adultez y terminaron cargando hijos de padres que nunca conocerían. Ellas no tuvieron para dónde coger. Y los huérfanos... ¡Pobres huérfanos! Rodando de aquí para allá, abandonados a su suerte hasta que los recogía un tío, una pariente sin compromiso o el padrino que sabía cumplir con su deber.
La guerra no era la vocación de los peones. La labranza, trabajar la tierra, era lo que de verdad les gustaba. A los patrones sí les atraía el estruendo de escopetas y el cruce de machetes entre contrarios, tanto como cuando se enfrentaban en una partida de ajedrez, pues ellos rara vez entraban al campo de batalla. Y cuando lo hacían, se limitaban a mirar desde las colinas cercanas, sin desmontar de los caballos. Sin embargo, aunque no les gustara a los peones, eran órdenes de El General, a quien nadie podía contradecir, menos aún un muchacho como Uldarico, hijo de peón anónimo de quien lo único que heredó fue el servilismo iniciado en tiempos que se perdían en los vericuetos del olvido.
Uldarico Venegas Farján entró a la guerra por la puerta trasera, sin vestir uniforme de soldado porque la tropa en la que fue enlistado a la fuerza no era la gobiernista y él aún usaba pantalón a media pierna. Estuvo tres largos años sintiendo el olor de la pólvora quemada que expelían las escopetas de fisto. Le tocó disparar sin saber a quién. Le tocó correr de huida sin saber de quién. Estuvo en lugares a los que no había ido antes. Sin embargo, como si fuera el secreto del que dependiera su destino jamás se refirió ni quiso referirse a esos tres años en los que estuvo enfrentándose a un enemigo que le habían creado en su imaginación.
Al volver al pueblo, entró por la misma puerta que salió, sin honores ni reconocimientos. Un mediodía de diciembre, en víspera de navidad, se le vio venir por el camino de Fusagasugá. Andaba con paso fatigado y un fardo de lona en el que cargaba una muda de ropa y algo de comer. En un comienzo nadie se percató de la figura que se acercaba. Había embarnecido hasta convertirse casi en un mocetón. La barba le despuntaba en el mentón como pelusa de piñuela y el bigote incipiente y rubio se dejaba ver a la luz del sol. Caminó pisando la sombra por la calle real y sin afanes se perdió después de pasar por la última casa. No quiso parar a hablar con los conocidos. No tenía de qué hablar.
La guerra había terminado, al menos en los papeles firmados por los que echaron leña seca a las brasas para avivar el fuego. Los sobrevivientes quedaron sin dios y sin amo que les echara una mano y los compensara por su servicio a la causa. Eran los perdedores.
Uldarico había regresado como si hubiera cumplido con algún encargo ordinario o después de terminar la faena en el surco. El premio fue haber sobrevivido. Pero él no sobrevivió por pura suerte -que siempre le fue adversa- sino por las ganas de vivir que, día a día, había cargado en la árguena de la pólvora y los perdigones.
Se negó a hacer comentarios sobre el asunto. En las charlas de ocasión, cuando se encontraba en la fonda con los compañeros de surco, eludía el tema de la guerra. Nunca dijo dónde estuvo ni en qué batallas le tocó pelear con desconocidos de su misma condición, campesinos sacados a la fuerza, igual que a él. Y sin conocer las razones verdaderas, pues nadie le explicó, con palabras que él pudiera entender, que todo el alboroto se fue dando porque unos señores en Bogotá estaban en el gobierno y tenían el poder de hacer y deshacer, razón suficiente para que otros señores desempolvaran las escopetas y les ordenaran a sus peones que afilaran los machetes para arrebatar ese poder que no les permitía a ellos hacer lo mismo. De saberlo, habría desobedecido al patrón, pues a él no le importaban los señores de Bogotá y el embeleco de su política. Él era un hombre simple, analfabeta, jornalero del campo y sin ambiciones. No buscó tener más de lo que necesitaba. Jamás aprendió a leer ni a escribir, Siempre consideró que cualquier conocimiento que no tuviera que ver con la agricultura, la ganadería, el trapiche o la arriería era innecesario.
Si le hubieran dicho con claridad que la patria no era La Turena o que la familia que iba a defender no era la suya sino la del patrón, se habría largado para otra parte, habría cogido rumbo hacia otras fincas y haciendas pequeñas donde también no faltaba algo qué hacer.
Al escuchar, sin palabras bonitas, que Manuel Antonio Sanclemente, Aquileo Parra y José Manuel Marroquín eran los que habían armado la pelea, replicaba, con esa forma llana de ver las cosas de la vida: «¿Si esos eran los de la pelea, por qué no se agarraron a machete entre ellos pa’ ver quién quedaba pa’ gobernar? Dígame, pues».
A su edad lo único que de cierto constituía la mayor preocupación era la llegada del siguiente día. Decía tener dieciséis años, podrían ser diecisiete cuando más, porque si al ir a la guerra todavía era un muchacho de unos trece, debió nacer en 1886. La Guerra de los Mil Días fue, en todo caso, la referencia para seguir la senda temporal de Uldarico. Así lo aceptó él, de la misma manera como aceptaba todo: porque lo decía alguien que sabía más que él.
***
«¿Cómo se verían los doctores de la capital dándose machete? Sería algo inconcebible, pues los problemas del país son tantos que al final nadie quedaría para gobernar. Sin ellos, el futuro de Colombia sería incierto y las instituciones contempladas por la ley serían un total caos. Ningún colombiano bueno querrá que tal cosa suceda. Por eso es absolutamente necesaria la guerra, única vía para que las cosas marchen en paz. Es absolutamente necesario que todos los buenos colombianos vayan a pelear contra los nacionalistas y conservadores. Esos son los enemigos del orden, de la paz y del progreso del país. Los liberales somos los buenos y por eso nos quieren dejar por fuera del gobierno, de los puestos públicos más importantes, desde donde podríamos trabajar por el progreso de la Nación. Un país se construye con esfuerzo, sacrificio y muchas lágrimas. Siempre será necesario que la sangre corra por el suelo patrio. No en vano, en la gesta emancipadora, los ríos tutelares de Colombia se tiñeron de rojo, del rojo vital de los soldados que no dudaron en ofrendar sus vidas por la libertad, por romper las cadenas de ignominia que nos esclavizaban. Si tenemos que morir por el partido liberal, será un honor».
***
Los campos cultivados de maíz y fríjol, los potreros que se extienden como una alfombra verde para el levante de ganado, los ríos que descienden de la cordillera... Cada centímetro de la tierra tiene una mancha de sangre que habla de odios profundos y rencores sin límite. Los caminos que antes fueron el comienzo de un viaje, ahora son la entrada a una trampa en la que perder la vida no es una posibilidad remota. Es la guerra. La muerte ya no pasa furtiva ni aguarda emboscada en los matorrales; ahora se da cita en las llanuras, mientras desde los altozanos los comandantes observan cada movimiento y preparan la siguiente jugada. Las detonaciones retumban en el campo de batalla.
El choque de los machetes se escucha en un compás siniestro. Los gritos de los combatientes se confunden en el fragor. Al cabo de horas que corren como siglos, el campo de batalla se apacigua después de la retirada de uno de los bandos. Desde los altozanos los comandantes observan y cuentan los caídos de lado y lado, hacen los conteos de rigor y salen hacia sus campamentos. Mañana o pasado mañana será la próxima partida de revancha.
La guerra duró mil ciento veintinueve días. Sus promotores se reunieron con el presidente de la República en una hacienda cerca de Ciénaga para fijar, sobre el papel, las condiciones derivadas de los resultados. De fondo se organizó un banquete, cuyos asistentes lucieron los más elegantes trajes de gala, a la manera de los salones franceses.
Los periódicos de Bogotá se explayaron con los calificativos y no fijaron límites para resaltar el valor de los generales; de los del ejército gobiernista y de los rebeldes. Los caídos en la contienda y los sobrevivientes que regresaron a casa malheridos no fueron mencionados, como si en la guerra hubieran combatido los mandos superiores y nadie más. Los soldados, esos que no tuvieron tiempo de cambiar sus pantalones de tela burda y el sombrero de paja, no merecieron una línea. Apenas sí hicieron cálculo de las bajas, sin ponerse del todo de acuerdo. Los periódicos liberales publicaron una cifra que se aproximaba a los ciento cincuenta mil muertos en combate. Los diarios fieles al gobierno, tratando de esconder la vergüenza, aseguraron que solo habían caído cien mil. Los indignados con el absurdo de más de tres años de barbarie contaron casi trescientos mil campesinos que no regresaron al tajo.
Alguien tenía que perder. En la guerra sólo quedan los ganadores. Y a Uldarico le tocó perder. Según lo recordaba, fueron más las ocasiones en que tuvo que salir en retirada. Lo confirmó una tarde en la bodega donde se despulpaba el café recolectado, cuando uno de los peones empezó a narrar las peripecias por las que tuvo que pasar después de ser enlistado. Todos habían estado allá; sin embargo, los episodios vividos fueron diferentes y cada quien quería contarlos a su manera. El peón soltó las palabras mirando de reojo a Uldarico, tal vez buscando hacerlo partícipe de su historia, pero éste se limitó a escuchar.
—Vustedes saben que donde metíamos la cabeza ¡Tome! recibíamos un garrotazo. Una que otra batalla fue la que ganamos porque los del gobierno eran más y tenían mejores armas —comenzó diciendo mientras accionaba la manivela de la despulpadora. Uldarico escuchaba en silencio, como si no fuera con él. —Pero los comandantes eran tercos. Ellos insistían que teníamos que pelear y nos repetían que en las manos de nosotros estaba la patria y la familia. Claro, como ellos apenas perdían unas batallas mientras nosotros lo que perdíamos era la vida...
—¿Se acuerdan lo de Gamarra? Nos fue como a perro en misa. —Intervino otro.
—Y quien no se acuerda! Nos sacaron con el rabo entre las patas. En después vino la gazapera de Peralonso, que esa sí la ganamos. Los del gobierno salieron corriendo... Pagaban escondedero esos jediondos conservadores —prosiguió el de la manivela, el más locuaz.
No eran historias creadas por la imaginación de esos labradores que se vieron convertidos, de la noche a la mañana, en soldados de un ejército improvisado. Muy cierto era que en Peralonso ellos sacaron corriendo a los soldados del ejército conservador. Y también era muy cierto que los dejaron ir, mostrando una misericordia que contradecía las estrategias de la guerra. Ese error lo pagarían bien caro en Palonegro, donde los soldados del bando liberal eran muy buenos sembrando maíz y cogiendo café, pero no estaban hechos ni formados para los asuntos de las armas.
El ejército del gobierno contaba con poca instrucción, pero era superior en armamento. Como manada guiada por un impulso irracional, en Palonegro los liberales se abalanzaron en tumulto, agitando los machetes recién afilados y llevando en alto algunas escopetas de fisto. Los del gobierno hicieron otro tanto. El choque, como ocurriera en otras ocasiones, se convirtió en una trabazón. Al final, la partida se les salió de las manos a los generales. Ninguno de ellos fue capaz de controlar el caos a pesar de la autoridad que creían ejercer sobre sus hombres. Los comandantes de los rojos, que así empezaron a llamar a los liberales, eran los generales Rafael Vargas Santos y Rafael Uribe Uribe. Uribe era un abogado metido a militar con vocación de vencido. Al otro lado de la mesa estaban los abogados y generales -más abogados que militares- Próspero Pinzón y Jorge Holguín.
Quince eternos días duró la batalla de Palonegro. Cuando terminó, porque ya no quedaba quién disparara o levantara el machete, los que fueron enviados a recoger muertos y heridos se encontraron deambulando en un escenario pavoroso. Eran tantos los cadáveres y quedaron en tal estado que enterrarlos significaba un esfuerzo grande. Entonces, decidieron dejarlos al descampado para que los gallinazos hicieran lo suyo.
El sol canicular de mayo agostaba los pastizales, el calor sofocante se volvía pegajoso y aceleraba la descomposición de los cuerpos y la sangre. El olor putrefacto de la muerte penetraba en la nariz y se pegaba en la ropa y en la piel. El aire reverberaba como cuando se va por la llanura y a lo lejos parece flotar en ondas. El hedor se enredaba en el pelo. Era tan penetrante que hasta los débiles de olfato podían percibirlo estando a ocho kilómetros. Mil trescientos liberales dejaron la vida en Palonegro, sin saber que eran liberales. Mil doscientos conservadores obligados lo hicieron por defender al gobierno, creyendo que defendían algo que les pertenecía. Dos mil quinientos hombres fueron masacrados en quince días. Dos mil quinientos jornaleros y peones de corte a los que ya había empezado a matar la miseria y la ignorancia y que no volverían con su familia. El gobierno conservador celebró con un banquete, pues sus tropas ganaron por cien muertos.
***
Rafael Uribe Uribe, político por vocación, congresista por ambición y militar por distracción, cabalgó sin prisa siguiendo la trocha que cortaba el río Zulia y continuaba en la otra orilla. Su destino era San Cristóbal. No tenía afán por llegar y menos bajo las circunstancias de exiliado en que había salido. Lo de Palonegro le avergonzaba de verdad. «¿Valdrían la pena tantas vidas sacrificadas?» se preguntaba en voz baja, mientras algunos de sus más afectos seguidores conducían sus caballos al mismo paso. Hacía el balance de pérdidas y ganancias, concluyendo que, si bien era cierto que había ganado el título de héroe de Peralonso, el costo había sido muy alto. En su conciencia pesaba el tendal de cuerpos esparcidos en los llanos y vegas escogidos como campo de batalla. Su ejército de braceros llevados a la guerra con ideas engañosas había sucumbido casi del todo. Las derrotas llegaban una tras otra. Las movidas aprendidas en el tablero de ajedrez bélico y en las clases de estrategia militar recibidas, junto con las de leyes, en el Colegio del Estado, no tuvieron aplicación en la práctica. Él, el general Rafael Víctor Zenón Uribe Uribe, había sido derrotado y se dirigía a Venezuela en busca de refugio.
La trocha se le hacía angosta y difícil por tramos. Hubo momentos en que sus acompañantes pedían un descanso a la sombra de un árbol frondoso, pero el general Uribe parecía no escuchar. Espoleaba su caballo alejándose hacia su destino, obligando a los demás a alcanzarlo. No había hecho la carrera militar; su formación en lo que él llamaba «El arte de la guerra» fue apenas una parte de sus estudios de leyes. No obstante, fue suficiente para hacer de su vida una demostración de arrojo y nervio aventurero.
Camino al exilio, el general Uribe encontraba un consuelo a sus cuitas recordando lo de Peralonso. Ésa sí que fue otra historia. Esa batalla la definió de un día para otro, cuando sacó a relucir su intrepidez al cruzar un puente para atacar el contingente de tropa gobiernista que estaba esperando al otro lado. El general se puso al frente, animando a sus hombres que dudaban en dar el primer paso porque se veían en evidente desventaja. Bastó que Uribe Uribe tomara puesto a la cabeza de sus hombres para que el contingente gobiernista saliera en estampida por la llanada en busca de escondite en el monte. En su bando empezaron a llamarle El Héroe de Peralonso por esa hazaña. Él callaba. Se había enterado que la corona de laureles que le tejieran con habilidad era obra de los políticos del palacio de gobierno. No lo supo de inmediato, sino poco después de la victoria, cuando a su campamento llegó una recua de cinco mulas cargadas con cajones repletos de fusiles y munición suficiente para continuar con holgura la guerra. Era una cortesía del gobierno que sabía de la escasez de pertrechos del general Uribe Uribe. Podrían ser enemigos, pero nunca dejarían de ser caballeros y menos cuando el gobierno necesitaba mantener activa la contienda para justificar la desmedida emisión de papel moneda sin respaldo de oro en las bodegas del Banco Nacional. El dorado metal que constituía la riqueza del Estado fue malgastado por el presidente José Manuel Marroquín y la única manera de tapar el hueco era alargando el conflicto. Lo que nunca le contaron a El Héroe es que la victoria que le dio ese título fue planeada en los salones del palacio presidencial. Las tropas del gobierno tenían orden de esperar a los liberales en un extremo del puente que atraviesa el río Peralonso y luego, al tenerlos a cierta distancia, salir en desbandada para que los liberales salieran vencedores. De esa manera Uribe Uribe levantarían la moral y la guerra distraería a la opinión pública.
El general Uribe Uribe terminó paseando su exilio en los Estados Unidos de Norteamérica. La guerra fue una mala inversión económica y por eso, estando en Venezuela, quiso vender una de sus dos haciendas, la que llamó Gualanday. No obstante ponerle un precio bajo, nadie le ofreció compra. El país había entrado en ruina y a todos les tocó un poco, más a los comerciantes e inversores de poco y mediano capital. El campesino empobrecido quedó en la miseria. Quien ya vivía en la miseria siguió igual. Los que solventaron su modo de vida fueron aquello pocos que abundaban en riqueza y los políticos que estaban en el gobierno. Por eso el general, tan liberal como era, acabó trabajando con el conservador Rafael Reyes.
***
El muchacho encargado de los mandados corrió agitando un sobre que llegaban con noticias de Bogotá. Otro asunto no habría interrumpido la caminata vespertina del general Uribe, conforme a las instrucciones impartidas. José Antonio paró a esperar al muchacho. El general no detuvo su marcha. Siguió a paso despreocupado, sumido en profundos pensamientos.
—Espero no perturbarle, general, pero de Colombia llegaron noticias —le dijo José Antonio, mozo de ayuda asignado por el gobierno para servirle, pero más para vigilarle.
El general realizaba su paseo vespertino por la alameda umbría que desembocaba en un parque alfombrado por las hojas maduras desprendidas de los árboles. Llevaba varios meses de exilio en los Estados Unidos, arrastrando una nostalgia que lograba sumirlo en la melancolía. Pero semana tras semana el correo lo mantenía informado y aferrado a su patria.
—¿Buenas o malas? —preguntó el general, afilando las puntas del bigote con los dedos.
—No sé... El sobre viene lacrado. Tengo el presentimiento que no son buenas, general.
Ambos siguieron por el estrecho camino de piedras que llevaba a la enorme casa. El general recibió el sobre y lo descargó varias veces, golpeando una de sus caras sobre la palma de la mano izquierda, produciendo un sonido parecido al de un aplauso desanimado. No lo abrió. Esperó a llegar a su despacho, tomar una taza de café y prepararse para leer toda la correspondencia que se amontonaba sobre el escritorio.
—¡José Antonio!
—Mande, general.
—Me dicen de Bogotá que la tropa se desbordó —dijo el general, aún con el papel amarillo en la mano. Lo abanicaba, dando a entender a su ayudante que la noticia era comunicada mediante esa carta.
—Era de esperarse. Esa gente, si no tiene al patrón o al superior ahí, no se mueven ni reaccionan a nada —contestó José Antonio.
—Es peor de lo que piensas, mi querido amigo. Esa gente se desbandó y ahora dizque andan de salteadores, emboscando a los que se encuentren en los caminos. La tropa se dio al bandidaje, muchacho —replicó el general.
Terminada la guerra, tanto los campesinos liberales como los conservadores que se habían enfrentado a muerte por unos ideales que les eran ajenos, de repente pasaron de la estrechez y las necesidades a la carencia de todo. La crisis económica en que quedó sumida la Nación puso a los soldados ambos bandos en el mismo lado: el de los miserables. Los plantíos fueron devorados por la maleza. El ganado se volvió montaraz. Después del fiasco de Palonegro la guerra tomó el cariz de barbarie. Aquél que agotaba los días en los sembradíos, de repente se vio transformado en un desalmado sin dios ni ley. Cuando el enemigo se volvió invisible y los generales retornaron a sus dominios, la peonada salió en montonera hacia toda parte. En el comienzo quisieron regresar a sus labores, pero los dueños de las pequeñas haciendas cedieron a la presión de los terratenientes. El trabajador a jornal o a destajo quedó a la deriva. Entonces, el asalto a los que iban por el camino fue lo usual para la supervivencia. El bandido ya no preguntaba por filiación política sino por la bolsa y todo aquel que se atreviera a cruzar en su camino pagaba la osadía con la vida.
Los grupos de liberales casi proscritos tomaron la costumbre y conveniencia de atacar en medio de las sombras de la noche para que no se supiera cuántos eran. Antes de caer sobre las víctimas, se ataban un trapo rojo en el brazo para reconocerse en el tumulto. Quien no luciera el distintivo era considerado ‘de los otros’ y cogido a machetazos. Con el tiempo no tuvieron empacho en caer como perros de presa sobre los mismos liberales bajo la disculpa de ser auxiliadores de los conservadores o simplemente estar trabajando en fincas de conservadores, pues los que dejaron el fusil o recapacitaron que el machete era para el laboreo se fueron a trabajar donde los recibieran. Ya no preguntaban ni les preguntaban si eran de éste o aquel partido. A los patrones lo único que les importaba era levantar sus fincas. A quienes la guerra había puesto un trapo en los ojos para que no vieran lo que había alrededor, como a las mulas cuando son descargadas, se fueron acostumbrando a otra guerra sin generales ni campos de batalla. De ahí en adelante fue el bandolerismo, el asalto caminero, los saqueos, la emboscada. La chusma haciendo lo que le habían enseñado para defender los intereses ajenos, pero ahora en provecho propio. El presidente Marroquín se enteró, mientras ensayaba algunos versos furtivos que nunca le salían bien, que la situación de la Nación había desbordado todo control. Para cortar el mal de raíz apeló a las ejecuciones públicas.
Algunos lograron escapar a última hora, por la merced de la duda o por descuido de los guardianes. Fue cuando el presidente, sacrificando el logro de una rima, él ordenó que los integrantes de esas bandas no fueran tomados presos ni llevados ante juez o alcalde para ser juzgados, sino fusilados en el acto y en el mismo sitio donde fueran capturados.
***
«Hay que oír el pregón. Se escuchará un poco antes que el condenado camine con paso agobiado, pisando con dificultad los ladrillos del corredor de los anturios hasta alcanzar el portón de la calle para luego voltear hacia el lugar de ejecución en la plaza pública. Se oirá un redoble de tambor y el pregonero municipal gritará: “¡José Morales, natural de Fusagasugá, contando treinta y cuatro años de edad, en ayuntamiento con Dolores Quesada y padre de tres hijos, reo del delito de asalto en cuadrilla de malhechores, ha sido condenado por la potestad de la justicia a la pena de muerte!” El redoble de tambor volverá a escucharse mientras el cortejo de la muerte avanza con lentitud por la mitad de la calle. Las cabezas de las mujeres cubiertas con mantones negros asomarán con curiosidad por las ventanas mientras se escucha una cadena de rezos como el murmullo de un arroyo. En las esquinas la gente estará amontonada esperando. “¡Si alguien osara interceder en pro de José Morales o de cualquier manera tratase de impedir su ejecución, recibirá severo castigo conforme a lo que dicta la ley!” Varias veces se escuchará el redoblante y el pregón hasta llegar al centro de la plaza, donde dos empleados de la alcaldía anticipadamente se dieron a la tarea de preparar el escenario: un taburete en mitad de la plaza y el cabo de rejo para atarle pies y manos al condenado. El cortejo llegará precedido por seis policías de uniforme gris. La madre, las hermanas y la mujer del infeliz a ejecutar acrecentarán el llanto. Nadie más sentirá compasión. Si ese hombre fue condenado a muerte es para cobrarle por sus crímenes, por estar emboscando a la gente de bien para arrebatarle lo poco que han conseguido honradamente. Nadie busca que lo fusilen por gusto, eso es bien cierto. Al que le hacen la procesión es porque se volvió un asaltante o es un levantado de esos que cogen una escopeta y quieren tumbar el gobierno. ¿A quién se le va a ocurrir semejante cosa? Al condenado le pondrán un trapo negro en la cabeza para que no vea. Los seis policías escogidos la noche anterior agarrarán las escopetas y a la orden de ¡Fuego! dispararán. Tal vez deban fusilarlo hasta tres veces porque los policías no apuntarán bien y en vez del corazón, los tiros irán a las piernas y al condenado solo le quedará retorcerse del dolor hasta que la vida se le escape en el último quejido. La gente regresará a sus casas. La familia lo llevará a enterrar afuera del cementerio, en el potrero de enseguida, pues los condenados no merecen tierra santa, ni curas, ni rezos; esa es parte del castigo por haber ofendido a la Nación con sus crímenes».
***
Tres años en la guerra, desde el primero hasta el último día. Toño, su hermano mayor, duró menos porque un tiro de escopeta le dio en una pierna dejándolo cojo para siempre. Ya no servía para pelear. Cuando volvieron a Viotá, ninguno de los dos quiso llevar recuerdo alguno. Ninguno de los dos embelesó a mujeres y muchachos con relatos de guapería o anécdotas de las que se recogen en los momentos de tregua. Cuando alguien les pedía algún retazo de historia, Uldarico se limitaba a decir:Pa’ qué volver a repetir y repetir lo que ya pasó. Ya no importa.
Cada tarde, al regresar del corte, se daba un chapuzón y arrastraba un banquito de madera para sentarse bajo los gualandayes que sombreaban el frente del rancho. Prendía un tabaco chupándolo con deleite y se quedaba mirando a lo lejos o a ninguna parte, pensando en nada, indiferente a las cosas nuevas que encontraba, aunque pocos cambios se habían dado en La Turena, pues El General Aurelio Mazuera había previsto lo necesario para que los cafetales siguieran extendiendo el verde oscuro sobre las lomas. Las plataneras y los guarumales no dejaron de verse a lo lejos sombreando los arábigos para asegurar buena cosecha. El ranchito de la colina sí fue necesario pañetarlo de barro y boñiga amarrado con paja y al techo hubo que renovarle algunas palmichas que empezaban a deshacerse con el tiempo, dejando pasar el agua cuando llovía.
Poco había sido alterada la monotonía de la hacienda. Uldarico sí regresó distinto. Le dio por arrastrar un silencio más grande que el guardado en su árguena de fique cuando partió. No abría la boca si no le dirigían la palabra. Prefería rehuir de la gente. Tomó la costumbre de asomar la cabeza antes de salir del rancho para tener por seguro que no encontraría a alguien que le preguntara de asuntos que de ninguna manera quería recordar. Al ir al tajo, antes que el alba asomara por las lomas, caminaba con la mirada puesta en el suelo, eludiendo saludos. Casi todo le estorbaba en el trabajo. Sin embargo, no encontraba las ganas que necesitaba para irse a otra parte.
Toño sí se animó a recoger los cachivaches y partir. Al comentarlo en las noches de charla con sus amigos, éstos le aconsejaron que no cometiera disparates yéndose a la aventura, que El General era bueno porque a los que eran solteros y no tenían obligación con nadie, además de comida y ropa les daba algún dinero para los gastos que se iban presentando. Toño hacía cuentas y no le cuadraban.
—Esa platica no es nada, se lo digo yo— le comentaba a su amigo Hilario, rascándose la cabeza. Ya pa’l jueves no queda ni con qué comprar un pucho— agregaba, mostrando su disgusto.
—No sea desagradecido, Toño. Al menos tenemos trabajo y algo es algo —le replicaba su amigo Hilario con tono de reproche.
—¿Desagradecido? Desagradecido el patrón que no hace sino ajustar la tranca pa’ que no salgamos y le trabajemos como burros pa’ ver hasta donde aguantamos.
—¿Cómo así, Toño? Yo si le agradezco a El General, a Dios y a María Santísima porque al menos tengo la jartadera. Es que...
—Nada, Hilario, nada. No sea pendejo y no meta a Dios ni a la Virgen en estas vainas, que Dios y la Virgen mandan en el cielo. Acá la cosa es que lo que vusté compra en la fonda o en la cantina o en el comisariato o en la miscelánea... ¿Pa’ quién es la plata? Haber, dígame: ¿Pa’ quién es la plata? —Toño iba levantado el tono de voz y parecía perder la paciencia.
—Pues pa’l patrón porque el comisariato y todo eso es de él. Antes es que nos está haciendo un favor poniéndonos todo en la mano y no más por eso hay que agradecerle.
—¡Qué favor ni qué ocho cuartos! En Bogotá quizque es más barato todo y con la plata de aquí se compra más cosas allá. Eso me han dicho. ¿No está viendo que el patrón nos cobra más caro? Él nos da una plata, pero no es regalada porque pa’ eso trabajamos, pero luego nos la quita sin que nos demos cuenta. ¿Quién gana? Haber, Hilario: ¿Quién gana y quién pierde?
—Pues los dos ganamos, porque…
—¡Ay, Hilario, vusté si es bien bruto, carajo!
***
El sábado por la tarde llegaban al patio de entrada a la casa grande y se agrupaban según la finca donde trabajaran. Segundo Espinosa acomodaba una pequeña mesa al pie de la baranda del corredor, extendía una libreta en la que estaban escritos los nombres de los jornaleros e iba rayando una equis frente a los que recibían su paga.
A los hombres hechos y derechos, esos que no mostraban flojera en el trabajo y estaban dispuestos a realizar la labor que se les encomendara, recibían un jornal, que era el que imponía el patrón con las deducciones de techo y comida. Los muy muchachos y los viejos ya sin fuerza para responder por la tarea, recibían la mitad. A veces menos. Uldarico tenía el vigor de un toro joven y hacía bien su trabajo cogiendo café, trillando maíz, o echando azadón, Después de la traviesa se iba para el trapiche a alimentar la caldera con bagazo y leña traída del monte o a batir la miel hasta darle punto. Nunca se le oyó decir que le daba pereza enjalmar diez o quince bestias y cargarlas con bultos de panela y café y racimos de plátanos y luego salir hacia Tocaima, Tibacuy o Fusagasugá. Por eso recibía paga completa y una ñapa. Para eso trabajaba de sol a sol y sin descanso. Era esclavo del trabajo, pero más de El General, aunque no lo sabía. Solo entendía que así eran las cosas porque era la voluntad de Dios. «A uno de pobre no le queda más que trabajar hasta que el Señor Misericordioso diga: Hasta aquí llegaste». En esas condiciones fue como Uldarico conoció a María Isabel, la que sería su mujer. Mi abuela por línea materna.
María Isabel Rodríguez Pardo, era una tocaimuna menuda de caderas amplias y ojos de color azul mar visto desde la distancia. O de cielo abierto en pleno verano. Su cabellera, recogida en moña de rodete que sujetaba con un peine de carey, hacía recordar la inflorescencia dorada del maíz. Era tímida, con esa timidez que tan bien les sienta a las campesinas para no pasar desapercibidas al ojo de los galanes enamoradizos. Sin embargo, esa condición de su espíritu no alcanzaba a ocultar dos rasgos de su naturaleza: la férrea decisión a la hora de darle el primer empujón a una idea y el carácter recio que le fue dibujando gestos de enojo, surcos profundos en las comisuras de los labios, señales que aparecían y desaparecían de su rostro y que finalmente terminaron por quedarse ahí para el resto de su vida.
Uldarico la vio por primera vez aquel domingo cuando entró a Tocaima arreando una recua cargada de panela y café. Estaba desatando las cargas frente a la miscelánea cuando la visión de la muchacha le llegó como un relámpago, por encima de las enjalmas, desde el otro lado de la calle. Ella se distraía en el andén de la iglesia de San Jacinto junto a un grupo de cuatro personas de edad indefinible, pero seguramente pasados de los cincuenta años. María Isabel, tal vez de unos veinte, miraba a todo lado buscando algo con qué embolatar el aburrimiento. Por instantes su curiosidad se detenía en la gente que aún salía de la iglesia después de terminada la misa de once. Le atraía la moda que lucían las hijas de los ricos que podían ir a la capital a comprar su ropa para lucirla con ostentación en el pueblo. Luego fijaba su atención en otra cosa. Y en otra. También ella, en un destello como de relámpago, atrapó con su mirada la figura de ese hombre que empleaba toda la fuerza para echarse al hombro, con dos sincronizados impulsos, un bulto de café. Lo vio entrar por una de las puertas de la miscelánea dando pasos difíciles. Lo vio salir poco después por la misma puerta, detenerse un instante para tomar respiro y pasarse la mano por la frente. Sus miradas se encontraron como por casualidad, aunque ya venían buscándose con avidez. Ella solo atinó a agachar la cabeza para ocultar una sonrisa avergonzada, no sin antes descubrir en el rústico mocetón el gesto de levantar dos veces la ceja izquierda y avivar con más brillo la mirada. La muchacha mantuvo la sonrisa que Uldarico alcanzó a atrapar como al descuido.
La escena se repitió semana tras semana, hasta que Uldarico sacó todo el valor para acercarse al atrio de San Jacinto. Eran apenas unos veinte pasos que la inseguridad convirtió en leguas. Después de aliviar de las cargas a las bestias y acomodar los arreos al pie del andén, entró de nuevo a la miscelánea para pedir un refresco que le quitara el amargo de la boca mientras armaba frases simples. Con el sombrero en la mano, a la manera de los mendicantes, cruzó la calle empedrada. Iba recitando en murmullos la frase que necesitaba retener en la memoria. Él, arriero de las trochas más largas e intrincadas, luchaba por acortar la distancia. Se acercó con recelo al grupo que charlaba en el mismo sitio donde cada ocho días se reunían, dirigiéndose al que vestía pantalón caqui de dril y ruana oscura. Desde el fondo de todos sus temores dejó salir un débil saludo. El hombre de la ruana no escuchó. O fingió no escuchar.
—Buenas las tenga, sumercé —repitió Uldarico, esta vez con un tono que llegó a todos. Los hombres voltearon a mirar. El de la ruana oscura se percató que el saludo iba para él.
—Buenas, sumercé. Soy Hermógenes Pardo, pa’ servirle. ¿Qué se le ofrece?
Uldarico sintió que el corazón le golpeaba con violencia el pecho. No pudo responder de inmediato. Estaba atragantado con las palabras. Tratando de salvar obstáculos que estaban más allá de sus posibilidades fue soltando, como si abriera la jaula de los pájaros ariscos, frases que el tartamudeo tornaba graciosas. Se presentó a todos, aunque tenía la mirada clavada en el rostro adusto de don Hermógenes Pardo. Dijo quién era, de dónde venía, qué hacía. Atropellaba las palabras. Lo más importante, el motivo de su presencia allí y en esos momentos, no logró sacarlo desde el fondo profundo de su confusión. Los hombres guardaron silencio, limitándose a sonreír frente a una situación que no entendían del todo. Pasaron algunos segundos como muchas eternidades hasta que se escuchó la voz de Hermógenes:
—Bueno, joven, ¿Y cómo pa’ qué me busca?
—No a vusté... Mejor dicho... sí… sino que... Perdone sumercé que le haiga interrumpido. Es que... ¿cómo le digo? Es que a mí me gusta la muchacha, don Hermógenes —respondió Uldarico, haciendo un esfuerzo superior al que le costaba al alzar un bulto de cinco arrobas.
Las palabras entrecortadas por el tartamudeo fueron reforzadas con el gesto de señalar a la muchacha con los labios estirados como si lo hiciera con el dedo índice. María Isabel dio dos pasos al lado. Intentó escapar, pero nada respondió en su voluntad. Quedó clavada en el andén.
Un silencio largo e incómodo flotó en el aire y en medio de todos. De repente el tiempo se detuvo. Nada tenía movimiento. La actividad de la plaza, agitada y bulliciosa a esas horas del domingo, cesó de inmediato. La gente que salía de la iglesia, los que pasaban por la calle, los que estaban en la miscelánea, todos quedaron inertes como en las imágenes registradas por esos fotógrafos que van de paso por los pueblos con cámara de cajón, un trípode y un telón de fondo con un paisaje pintado a brochazos. Alguien carraspeó con incomodidad. Los acompañantes de don Hermógenes se apartaron con discreción.
—Hombre, yo si estaba notando algo como raro en vusté. Es que uno no es pendejo y malicea, ¿Sabe? —dijo Hermógenes Pardo, tomando de la mano a María Isabel y dando vuelta para cortar la conversación. Ella alcanzó a dirigirle la última mirada y una sonrisa que ya no era de inocente coqueteo sino de evidente desazón. Uldarico quedó sin norte y sin brújula, viendo cómo la muchacha se alejaba hasta perderse, como una exhalación, en la siguiente esquina.
Uldarico se sintió correspondido. Sin importar que la oportunidad de cruzar alguna palabra con María Isabel hubiera sido esquiva y que sus ojos -los azul celeste de ella y los castaño verdoso de él- apenas sí hubieran alcanzado a encontrarse, ya eran novios. Sólo faltaba la aprobación de Hermógenes.
La noche fue interminable, tanto como una eternidad. No encontró acomodo en la cama y la pasó dando vueltas y vueltas sin cesar porque la ansiedad lo estaba consumiendo. En la oscuridad de la pieza daba igual cerrar los ojos que mantenerlos abiertos, pues la imagen toda de María Isabel, un poco delgada, pero de amplias caderas y rostro iluminado por la blancura, se había fijado en su mente más allá de lo que podía ver. Lo había prendado como ninguna otra mujer. Al percibir las siluetas blanquecinas que danzaban en su mente cuando apretaba los párpados, su imaginación le hacía pensar que era María Isabel la que entraba flotando al rancho y volvía salir para no regresar. La sentía muy distante y al mismo tiempo muy cerca. Desde el recuerdo permanente le llegaba la emanación alcanforada de su vestido, junto con la suave fragancia de los polvos de arroz que alcanzó a percibir cuando la tuvo a solo dos pasos en el andén de la iglesia de San Jacinto. La noche le descargó todo el peso de la ansiedad y así la pasó hasta la madrugada, cuando dejó la cama para ir a trabajar. En el corte los peones notaron que Uldarico iba cada rato a achicar el totumo del agua. Lo veían inquieto, ojeroso, desganado, como si hubiera adelantado la bebeta de chicha que tenían para el sábado. Sí, eran los efectos de la embriaguez. Pero ellos no sabían que era la embriaguez del amor.
María Isabel también sintió un estrujón como de terremoto, acompañado por una sensación de vacío en su interior. Su mente no tenía cabida para nada más que el rostro de Uldarico. Antes de la hora acostumbrada puso el pie en el piso de tablas para iniciar los oficios del día. Mientras ayudaba a Luvina con las tareas de la cocina, María Isabel solo tenía cabeza para el mocetón que jornaleaba en La Turena y era capaz de echarse al hombro un bulto de café como si fuera la punta de la ruana. «Uldarico... nombre raro, pero le queda bien», pensó cuando supo cómo llamaba.
No había conocido hombre, bajo ninguna circunstancia, que trastornara de tal manera el ritmo de su día y de su vida. Por eso estaba distraída, al punto que los patacones, tan alabado por todos en la casa, se volvían carbón en el sartén a pesar de no quitarles el ojo en ningún momento. En dos ocasiones rodaron por el suelo las tazas de peltre para el chocolate y los pocillos de loza donde servía los primeros tragos de café del día.
—¿Qué le pasa a esta muchacha que hoy amaneció como atembada? —preguntó Luvina mostrando extrañeza por el comportamiento de su hija, que como tal la consideraba.
María Isabel no supo qué contestar. El resto de la mañana la pasó dando tumbos, haciendo las cosas a medias, picando aquí y allá. A la hora del almuerzo no pronunció palabra alguna y dejó el plato luego de unas cuantas cucharadas.
—Estará enferma… —comentó Hermógenes. Luvina movió la cabeza con incredulidad.
—Pues si la muchacha está enferma tal vez es de la cabeza. O del corazón —replicó la mujer, dándole a las palabras cierto tono de ironía.
Hermógenes se limpió los labios con el puño de la camisa y guardó silencio. No había comentado a su mujer sobre lo ocurrido en el pueblo el día anterior; sin embargo, ella hablaba como si supiera todo.
—Vustedes las mujeres sí son…
El grupo de amigas con las que frecuentaba en las tardes a la orilla del camino para charlar de cosas de muchachas lo notaron de inmediato. Los efectos del amor fueron inocultables. Con curiosidad extrema le preguntaron quién era el ‘afortunado’. María Isabel no abría la boca, limitándose a sonreír avergonzada. Ante la insistencia de sus amigas dejó salir, casi inaudible, el nombre secreto.
—Isabelita, venga le digo: ¿En verdá vusté está en cosas de novios con ese Uldarico?
No era, en realidad, una pregunta sino un reproche hecho entre la sorpresa y el asombro. Las demás la miraban con el brillo de la picardía en los ojos.
—Vusté como que no se ha dado cuenta que ese hombre es un mujeriego a toda la carrera y, además, tomatrago —agregó la que había tomado la iniciativa de aconsejarla. Fíjese muy bien con quien se mete, Chabita. Ese Uldarico tiene fama de levantarle la mano a las mujeres; de modo que mucho cuidado, no sea que a vusté le pase lo que les ha pasado a otras, que hasta el ojo les ha dejado morado.
—Sí, Chabita. Dicen que es un aprovechado con todas las mujeres —se animó a intervenir otra.
escuche consejos pa’ que no le vaya a pasar a vusté también y en después se arrepienta. Escuche consejos, mija que se lo estamos diciendo es por su bien,María Isabel seguía en silencio. Miraba a sus amigas haciendo mohines de duda. Sentía por ellas mucho cariño, pero sus recomendaciones sobraban y los reproches la hacían sentir incómoda.
—Ya veremos, ya veremos —era todo cuanto podía replicar. Ese hombre le gustaba. Y se veía que ella le gustaba a ese hombre. «¿No será que cambia?»
se preguntaba una y otra vez, con la esperanza inagotable de los enamorados, esa misma que lleva siempre a pensar que nada puede salir mal.***
No conoció a sus padres ni supo cómo los había perdido siendo apenas una niña de pocos meses. Fue Luvina quien la llevó a su casa cuando María Isabel quedó huérfana, pues era su madrina de bautismo. Hermógenes era su tío y al mismo tiempo su padrino. «Donde come un cristiano, come un pagano» solía recitar para justificar la generosidad con que atendía a quienes llegaban a La Fortuna. La niña fue creciendo sin preguntas, acomodándose a las circunstancias de una crianza estricta, aunque no desprovista de cariño. Para su tío fue el paliativo a la falta de hijos. Ella veía a Hermógenes y Luvina como sus verdaderos padres, de los que jamás preguntó y nunca fueron nombrados en su presencia. Se refería con emoción a su tío. De Luvina decía:
—Mi mamá Luvina fue la que me enseñó a cocinar y a hacer los oficios de la casa. —Lo decía con orgullo y gratitud sincera. Para la Primera Comunión, don Hermógenes le compró a María Isabel un manto de tul y corona de azahares elaborados a mano, un ramo de flores de tela y un par de zapatillas cerradas. Luvina le confeccionó, con puntadas precisas, el vestido de satén blanco y preparó un pastel de plátano maduro siguiendo una receta que había perfeccionado con los años. Ese día pudo disfrutar de algunos privilegios menores: Jugó todo el día y recibió una muñeca de trapo y una blusa de percal que una señora de la finca vecina le regaló. Jamás olvidaría aquel día, el único de su vida en que fue tocada por la verdadera felicidad.
Muy pronto se convirtió en la mano derecha de Luvina. Saltaba de la cama antes de clarear el día y pronto estaba en la cocina ayudando con las tareas que le encomendaban. Tendía las camas, barría la casa y el patio, lavaba platos y tazas, desempolvaba las repisas, a la hora de las comidas servía los platos y los recogía cuando todos habían terminado. Al final de la semana iba al río a lavar la ropa. La adolescencia la sorprendió en esa rutina de la que ya no se apartaría por el resto de su vida.
***
«La guerra nos quitó muchas cosas. Muchas. Al que no se le llevó un hermano le arrebató al papá o lo dejó sin con qué ganarse el sustento. A Jacinto Rodríguez, de los Rodríguez de Tocaima, le quitó la existencia y enseguida a su mujer, Susana Pardo. A Jacinto lo mataron de un tiro en la espalda en la batalla de Palonegro. Pero no crean que fue por salir corriendo de huida, porque si había tipo de agallas ése era el finado Jacinto. Ése se le medía a lo que fuera. Cuentan que el otro día iba solo para su rancho cuando le salieron dos tipos. Como ya era de noche y estaba bien oscuro él no los había visto, sino que oyó la movezón de ramas y pisadas en la hojarasca y luego dos sombras que le iban encima. Entonces sacó el machete y se enfrentó a las dos sombras como si fuera un gato que pudiera ver en la oscuridad. A uno de los tipos lo apañó con el filo y gritando ¡Ay, Ay! los dos salieron como almas perseguidas por el diablo. El tiro que recibió en la espalda fue porque cuando se armó la furrusca en Palonegro Jacinto fue el primero que salió todo envalentonado por el aguardiente con pólvora que le habían dado a tomar antes. Dicen que esa toma los volvía verracos. Entonces, los mismos de su bando empezaron a disparar. Jacinto iba varias zancadas adelante gritando y voleando la escopeta. Uno que iba detrás de él disparó y como esa gente la mandaban a pelear sin entrenamiento, pues apuntó mal y tome, pues: La espalda le quedó llena de huecos. El pobre dizque sufrió mucho porque nadie lo ayudaba, nadie la daba la mano porque estaban era en guerra y si paraban a ellos también les daban. Eso era muy jodido. El Jacinto patalió y se revolcó hasta que se fue quedando quieto. Eso sí, quedó agarrando la escopeta con toda la fuerza. Eso fue lo que me contó su hermano Joaquín, que también fue empujado a la guerra. Mire usted que a Susana Pardo le llegaron con la mala noticia y, como si la estuviera esperando desde el primer día, de una fue que salió a buscar a su marido muerto. Yo hasta hubiera ido con ella, pobre mujer, pero fue que salió sin decirle nada a nadie. Calladita enjalmó una mula y salió a la madrugada. Día y noche anduvo hasta que llegó donde se estaban dando bala, pero en ese momento estaban en descanso. Habló con el comandante y le dijo que iba a reclamar el cuerpo de su marido, que se llamaba Joaquín Rodríguez, de Tocaima. El comandante le contestó que no señora, que no sabía si ese Joaquín había caído y que había que esperar que hubiera tregua para recoger los heridos y los muertos. Ella ni esperó que el comandante terminara de echarle el cuento y ahí mismo salió sola a buscar a Juaco, que así le decíamos. Lo cierto es que como que lo encontró facilito. Estaba bocabajo y tenía un pegote de sangre en la espalda. Buscó con la vista a alguien que se comidiera a ayudarla, pero lo único que se veía era el reguero de muertos. Empezó a jalarlo de los pies para sacarlo de allá. No se sabe cómo hizo. Era tanto el coraje de la mujer que seguro sacó fuerzas de donde no las tenía. Tal vez no lidió tanto porque Juaco era bajito y flaco como todos los Rodríguez. Lo sacó y en la misma mula que llegó, se lo trajo para acá, acá y lo enterró. Poca gente la acompañó al cementerio. Mejor dicho, casi nadie. Los hombres andaban en la guerra y las mujeres escondidas. Eso puso muy triste a Susana y empezó a decir que ese Juaco la iba a enterrar también. Preciso: Susana no volvió a hablar con nadie, ni siquiera con los de la casa. se encerró a llorar todo el día, hasta que se fue consumiendo de la pena moral. No comía ni dormía y, preciso, a los veinte días se fue a acompañar a su marido.»
***
Hermógenes Pardo fue peón de hacienda como Uldarico, como casi todos. Pero Hermógenes tenía cabeza y con grandes sacrificios logró hacer ahorros. Entonces, decidió probar suerte como finquero independiente. Primero le propuso al patrón compra de un pedazo de tierra, pero el patrón lo miró con ojos de ‘y a este qué le pasó’ y le respondió que no, que él no estaba vendiendo sino comprando para ampliar sus linderos. Luego se puso a averiguar en varios pueblos, hasta que le resultó un buen negocio en La Colorada, vereda de Tocaima, donde adquirió diez cuadras sembradas de plátano y café. Como no tenía plante para arrancar solo, en un comienzo cosechó en compañía, de por mitad. Aun así, le iba mejor que siendo jornalero. La pequeña finca tenía por nombre El Descanso. Hermógenes se lo cambió por La Fortuna, quizá porque constituía su mayor golpe de suerte. La primera tarea consistió en parar la casa. Sin ayuda y sin recursos logró que un rancho casi reducido a ruinas se convirtiera en la casa decente donde viviría con Luvina. También fue la fortuna de María Isabel. Desde el momento mismo de su llegada a esa casa, su tío la trató como a una verdadera hija, sentimiento surgido tal vez del deseo frustrado en las tres ocasiones en que los intentos por tener hijos se habían malogrado apenas comenzando el embarazo.
Hermógenes Pardo también tenía recuerdos de la guerra, pero de las anteriores, la del 76, la del 84 y la del 95. Por trabajar en la hacienda de un conservador le tocó pelear en ese bando. Él nada entendía de los asuntos de la política. Era conservador porque así aparecía en la cédula electoral. El día de elecciones su patrón le entregaba un papel con un nombre escrito para que bajara al pueblo y votara. Como no sabía leer ni escribir, desconocía qué decía ese papel. Luego regresaba a la hacienda y seguía en lo suyo, sin enterarse quiénes habían subido al gobierno ni qué tanto hacían allá. Al salir de la influencia de su patrón, Hermógenes no volvió a acudir a las mesas de votación por mandato de otro. Estando ya el La Fortuna siguió bajando al pueblo el día de elecciones porque quería, porque las promesas de un candidato conservador eran mejores que las del liberal. O porque las de éstos le parecían mejores que las de aquellos. Con el paso de los años sus inclinaciones políticas terminaron del lado de los liberales.
Si a Hermógenes no le iba ni le venía el asunto político, a Luvina y a María Isabel les interesa menos. Su condición de mujer las arrinconaba sin posibilidad de nada, fuera de contraer matrimonio o juntarse en lo que los letrados llamaban ‘dañada y punible convivencia’. No tenían el derecho al voto. Tampoco les interesaba.
—Vusté es liberal como su papá ¿No es cierto Chabita? —le preguntaban sus amigas en broma.
—Yo qué sé. Eso a mí es que ni me importa, pa mejor decirles —contestaba ella entre risitas.
—Pues como carga una estampa del general Uribe Uribe en la escarcela...
—¿Y qué? ¿Y si cargara una del diablo, ah?
—No lo niegue, Chavita, usted es liberal.
Para una mujer joven, nacida y criada en el campo, guisandera entrenada desde niña, la política, de manera definitiva, no era tema de su preferencia. Era cosa de hombres. Así había sido siempre y seguiría siendo así porque lo que le tocaba hacer a los hombres y las mujeres en esta vida estaba escrito en la Biblia. La mujer era de la casa y solo se ocuparía de los oficios de la casa. El hombre era el que tenía que conseguir el pan con el sudor de la frente. Además, no entendía -ni nunca entendió- para qué ni cómo se votaba. Después de todo la mujer no tenía ese derecho. A ella lo que de veras le interesaba era tejer colchas de retazos, preparar un delicioso plato de morcillas, poner su exquisito sabor a las comidas, hacer la natilla y los buñuelos de diciembre. Y los subidos...
Bien poco hablaba de sí. Aunque se sabía buena relatora de anécdotas y cuentos de espantos, los retazos de su vida pasada quedaban ocultos tras una niebla que solo dejaba entrever imágenes borrosas. «¿Y sumercé como pa’ qué quiere saber?» era la pregunta que desenfundaba como respuesta si alguien le averiguaba algo de su juventud, de su noviazgo con Uldarico, el único hombre de sus afectos y de su existencia terrenal.
—¿Cómo fue que se conoció con el abuelo Uldarico? —Le preguntaban sus nietos, muchos años después, cuando veían en ella alguna disposición para hablar.
—Y vusté pa’ qué quiere saber... Deje de estar averiguando bobadas ¡Yo acaso andaba detrás de él? —se defendía ella con simplicidad. Su rostro adquiría cierta gravedad y con un movimiento de brazos, significando reproche, levantaba un muro infranqueable. Los nietos insistían.
—No son bobadas, abuela. ¿Es verdad que el abuelo era muy coqueto?
—Siga, no más es que sigan con sus bobadas y verá que se ganan su buena palmada.
—Pero, abuela... Si no sabemos de dónde venimos ¿Cómo sabremos para dónde vamos? ¿Qué le decimos a los hijos cuando pregunten?
—Pues nada. Nada. Vustedes no tienen hijos. Y yo qué me voy a estar arrecordando de pendejadas.
***
Uldarico Venegas sí que era mujeriego. Su fama creció no obstante la callada forma de ser que lo mostraba como el más tímido de todos. Al encontrar a alguien en el camino, seguía su paso sin detenerse, mirando hacia el suelo y agitando apenas un poco la mano para responder al saludo. Si era con una mujer joven, acompañaba el saludo con vivaz movimiento de cejas y una sonrisa siempre útil a todos los sentimientos. No es que fuera un galán como esos que pintan en escenas románticas para los almanaques. Cuando María Isabel lo conoció era un hombre que ya pasaba de los treinta años. De estatura que a duras penas alcanzaba el metro con sesenta y ocho, según decía la cédula, era de contextura delgada, pero de músculo macizo. Su rostro pálido y de expresión ruda, enmarcado por cabellos castaños peinados hacia atrás, fijaba los límites entre la timidez y el envalentonamiento. Sus ojos pardos claros se tornaban verduscos con la luz natural del día, dando cuenta de aquellos criollos que no encontraron dificultad para saltar el cerco de las diferencias raciales. Sus manos eran toscas y agrietadas por el trajín del campo. Al caminar mostraba ese balanceo ancestral de los campesinos que dieron los primeros pasos en la loma y de ahí en adelante siguieron caminando por senderos que bordeaban las cañadas para luego ascender hasta el cerro más alto.
El Mono Venegas le decían. pero él reaccionaba entrando en ira. En varias ocasiones la emprendió a puñetazos contra aquel que creyó contar con suficiente confianza para llamarlo así. Tenía su don con las mujeres, no había duda. «Ahí donde lo ven, ha tenido más mujeres que el sabio Salomón, que las tuvo así, por montones». El comentario salía para describirlo con palabras que siempre iban acompañadas del además de juntar la punta de los dedos de las manos en forma de racimos. Sus compañeros de labor terminaron por llamarlo El Picaflor. «Es que si Uldarico maneja una recua de quince yeguas con una sola mano, le queda mamey manejar quince mujeres» comentaban. Y el comentario se volvía pregón que podía escucharse a muchas leguas. El misterio era saber cómo hacía para no dejar embarazada a ninguna, pues no le conocían hijo. ¿Acaso, como Onán, derramaba su naturaleza en la tierra? En todo caso, a todas les juró amor sin condiciones y a todas abofeteó sin reparos. A una, incluso, le dejó en su mejilla derecha cicatrices de violencia que ni los polvos de arroz para el maquillaje pudieron ocultar. Uldarico tenía la mano izquierda multada y a veces no medía el golpe.
El asunto de la mano multada parecía surgido de la imaginación. La historia se entreveraba con otras y era contada desde diferentes ángulos. Sin embargo, todo había sucedido tal y como lo relataban quienes estuvieron ese día en la fonda de Jesús Carvajalino.
La fonda se hallaba a media jornada entre Viotá y Tocaima. Allí paraba, casi de manera obligada, todo el que fuera a uno de los dos pueblos. La casa de madera que servía de vivienda y local del negocio era visible desde lejos, pues el techo de zinc emitía destellos cuando el sol de la mañana asomaba por el filo de la cordillera y en la tarde iba cayendo atrás de la arboleda. Su dueño, de apodo Chucho, atendía con una amabilidad que lo cobijaba de aprecio y simpatía por los que iban de paso. Él intuyó que la música y el trago atraería más clientela, así que hizo tres mesas y doce banquetas de madera y puso en el rincón, detrás de una de las puertas, la victrola comprada en un viaje que hizo a la costa atlántica y que trajo en vapor por el río Magdalena hasta Puerto Guataquí, de donde la llevó hasta la fonda, a lomo de mula. Uldarico acostumbraba detenerse allí y tomar una o dos cervezas escuchando los mismos cuatro acetatos con pasillos y bambucos que giraban y giraban sin ir a ninguna parte, como lo hacían todos los arrieros.
El domingo de los hechos Uldarico entró a la fonda. Buscó acomodó en un extremo del mostrador y se quedó mirando la botella verde que Chucho Carvajalino le pusiera enfrente. Había cogido la costumbre de encerrarse un caparazón de silencio y quedarse con la mirada clavada en la pared, mientras el mundo lo ignoraba. Ese domingo no fue así. Un fuereño que pasaba por allí una vez al mes y tenía fama de pendenciero creyó que Uldarico lo estaba desafiando con la mirada, que lo estaba viendo de manera retadora.
—Y a vusté qué le pasa, pues. ¿Es que está buscando lo que no se le ha perdido? —le gritó el fuereño.
Uldarico no contestó. Absorto como estaba, no supo que se dirigían a él de esa manera.
—¡Vea, es con vusté! Salga pa’ afuera no más, pa’ que nos agarremos si es tan macho — gritó de nuevo el hombre sin entrar en detalles.
—¿Y eso por qué? —farfulló Uldarico.
La música seguía saliendo de la victrola. Los que estaban sentados tomando en las mesas apenas sí voltearon a mirar y continuaron con lo suyo. Uldarico y el fuereño se levantaron con parsimonia. El afán no es buena táctica en las peleas. Y aunque la ley del pendenciero no está escrita, ambos sabían que su suerte estaba echada. Ninguno de los dos podía negarse a salir. El retador tomó la delantera y caminó tropezando con banquetas y mesas y tumbando botellas que hacían eco sordo al golpear contra el piso de tablas. Tenía aire de invencible, pero estaba borracho. Uldarico lo observó por detrás midiendo todas las posibilidades. Era un poco más alto, incluso más robusto, y tenía brazos largos. Afuera de la fonda, al pie del amarradero, el pendenciero preguntó:
—¿Cuchillo o machete?
—Cuchillo —respondió Uldarico sin pensarlo demasiado, pues no era bueno para la esgrima.
Tiempo atrás, aquella noche antes de ir a la guerra, estuvo ensayando con otros que iban con él al mismo destino, pero esa práctica no le serviría para nada. La guerra no era un ensayo del día anterior ni un juego. Además, escogió cuchillo para la pelea porque siempre cargaba un mataganado para el caso de tener que degollar una res o un caballo rodado por el desfiladero. Ya le había calculado a su contendiente el largo del brazo, antes que lo cubriera enrollándolo en una mulera. Uldarico hizo lo mismo. Ambos iniciaron sin ningún aviso una danza de reconocimiento con amagues que el retado se limitó a esquivar. Así estuvieron por un momento hasta que el retador entró en serio. Uldarico se puso a la defensiva, contando y reteniendo en la memoria cada lance que le tiraba. Fueron seis. Repetidos tres veces en el mismo orden. Con el mataganado en la mano, inició el conteo mientras se atenía a su habilidad para hacerle el quite a su contrincante agitando la mulera como un capote. Cuando el fuereño inclinó el cuerpo y agachó la cabeza para tomar impulso, Uldarico soltó la mulera y abanicó el brazo izquierdo para asestarle un golpe en la oreja, con toda la fuerza del arriero, del bulteador, tan fuerte como la patada de una mula. El hombre quedó igual que si lo hubiera tocado un rayo. Luego empezó a tambalear buscando equilibrio y finalmente cayó sobre la tierra con todos los sentidos perdidos. Veinte minutos después, al despertar en un destartalado catre de hierro, al fuereño le volvieron los sentidos, excepto el del oído que perdería para siempre. Uldarico fue llevado a la inspección de policía y luego a la casa municipal donde el alcalde le impuso tres días de arresto y le multó la mano, figura que parecía sacada más de la poesía popular que de los códigos encargados de clasificar las conductas.
Ése era Uldarico Venegas Farján, de los Venegas de Viotá y de los Farján de quién sabe dónde. A él no le importaba su origen ni le interesaba trepar por las ramas de árboles genealógicos. Le daba lo mismo ocho que ochenta. Lo demostró aquel día en que uno de los hijos de El General bajó del pedestal y le dijo que debía sentirse muy orgulloso porque por las venas de los Venegas de Viotá corría la sangre noble y guerrera de Hernán Venegas Carrillo de Manosalva, un aventurero español que aparecía en los libros de historia como el fundador de Tocaima. Uldarico se quedó mirando al hijo del patrón y, como sucedía siempre que le hablaban de asuntos ajenos a su comprensión, dirigió la mirada al suelo tratando de encontrar el significado de esas palabras.
—¿Y eso cuando jué, sumercé?
—En 1544. Tocaima abarcaba todo esto, con Viotá y otros pueblos. Usted es Venegas ¿No? —inquirió el de los Mazuera.
—¿Y eso a mí qué, patrón? Yo creo que han pasado muchísimos años como pa’ que venga a decirme ahora que ese señor es de mi familia. —respondió Uldarico sin mostrar el disgusto que le causaba la charla.
—Hombre, Venegas, usted como que no entiende la importancia de ser descendiente del fundador de Tocaima y, en cierta forma, de Viotá. ¡Todo un personaje de la historia! Con decirle que en la alcaldía hay un cuadro de Hernán Venegas Carrillo de Manosalva. ¡Eso es mucho honor, carajo!
—¡Jum! ¿Y yo que gano con eso? ¿Será que con el honor puedo llenar la barriga?
El hijo del patrón sonrió sin disimular la intención de burla. «Estos pobres diablos jamás podrán superar su ignorancia»
Uldarico terminaba los diálogos con ademanes defensivos y dándose sus mañanas iba cambiando el rumbo de la conversación, porque de lo único que podía hablar era de las cosechas de café que se esperaban para la siguiente temporada, de los rezos para sacarle los nuches a las vacas y de esas cosas que le ocupaban el día en La Turena. A lo mejor lo que le decía el hijo de El General tenía algo de cierto, los patrones siempre dicen lo que es, pero esos juegos de linajes y blasones y descendencias de árboles genealógicos no eran del saber ni del gusto de aquel campesino.
***
Cuando Uldarico vio por primera vez a María Isabel en el atrio de la iglesia de San Jacinto, aquel domingo, ella tendría unos quince años. «Me contaron que en la mitad de la Guerra yo estaba sentadorcita» fue la seña que dio el día que la llevaron a sacar la cédula. Se refería a la de los Mil Días, claro está. Ningún otro acontecimiento servía como referencia. Con lo de sentadorcita quería significar que para esa época aún no tenía aún el año de nacida. Ya se le notaban algunos pliegues en las mejillas y el mentón y en sus cabellos podían verse algunas hebras plateadas. La piel de los brazos y las manos era más delgada. El empleado de la Registraduría del Estado Civil hizo un rápido cálculo y sentenció:
—Entonces usted nació en 1900, misiá. Pudo haber sido en julio o agosto, pero digamos que fue el 31 de diciembre, para que le quede más bonito.
Así, igual que pasó con muchos, quedó establecida la fecha de su nacimiento. El mes y el día eran lo de menos. A Uldarico solo le importaba saber que era una mujer de su condición. No hacía falta averiguar por las cualidades que le adornaban, pues a simple vista se notaba que era una mujer juiciosa.
—¿Y cómo cuáles son sus intenciones con la muchacha, si se puede saber? —preguntó Hermógenes Pardo, mirando de pies a cabeza al que tenía en frente.
Todo pretendiente sabía, por conocimiento que se venía transmitía de una generación a la siguiente desde hacía mucho tiempo, que esa pregunta estaba cargada de significados que iban más allá de lo que una persona quisiera hacer.
—Yo soy de buenas intenciones con la muchacha, sumercé —respondió Uldarico, mientras hacía un esfuerzo descomunal por levantar la cabeza y quitar la mirada de un pequeño brote de hierba que intentaba prosperar entre las grietas del andén.
Ser de buenas intenciones era, ni más ni menos, entrar en ese universo del noviazgo que de una vez empezaría como compromiso serio y necesariamente culminaría con el matrimonio. Después de demostrar las buenas intenciones no había pie atrás. Se regulaban las visitas, los horarios, las personas que en todo momento estarían haciendo compañía y atentas a cualquier desmán, que en realidad no solía pasar de leve roce de manos. Si alguna sinrazón se atravesaba en los planes y un arrepentimiento inesperado hacía trizas el compromiso, el deshonor, el agravio, las dudas virginales… tántas cosas acudían en tropel para sellar por siempre la suerte de los comprometidos, sobre todo el estigma de solterona con que debía cargar la novia. La que se quedó para vestir santos, sería el complemento para describir a la ofendida. Por eso era necesario conocer cuáles eran las verdaderas intenciones del pretendiente; es decir: ¿Usted viene para casarse con ella?
—Ajá... y vusté, por ejemplo, qué es lo que lo que acostumbra a hacer pa’ vivir —prosiguió Hermógenes.
El silencio que flotaba en el atrio de la iglesia de San Jacinto empezó a disiparse, cediendo al golpe creciente de herraduras sobre el empedrado. Todo volvió a cobrar movimiento. Uldarico empezó por enumerar las muchas habilidades en los trabajos del campo: sabía cuándo sembrar los colinos de plátano, cuando plantar las chapolas y tenía fama como recolector de café; era bueno en las labores del trapiches, tenía cálculo para el punto del melado batiendo en los fondos de cobre, le hacía a la arriería corta, sabía de coleo y era capaz de tumbar una res en el primer intento, incluso había aprendido algunos rezos para tumbarle los nuches a las vacas; en fin, era un peón de los hacer y poner. Hermógenes no pronunció más palabras. A cada frase hacía un repetido movimiento de aprobación que acompañaba con el gesto de apretar los labios. Uldarico esperó con impaciencia a que Hermógenes dijera algo. Nada dijo. Tomó a María Isabel del brazo y se fue, dejando a Uldarico en total confusión de los sentidos, pero con la certeza de haber sido aceptado. Aunque los labios apretados le indicaban, con ese lenguaje de los gestos mínimos, que el asunto quedaba pendiente porque sería pensado un poco más, Uldarico dio por sentado que el camino se hallaba totalmente libre de obstáculos.
Hermógenes se tomó un tiempo más que necesario para decidir el asunto. Uldarico continuó con la rutina dominical de arrimar las cargas a la miscelánea, agregando una espera prudente luego de recoger los arreos. Aguardaba con oculta impaciencia la señal de invitación a pasar los veinte pasos en diagonal de la calle para llegar al atrio de la iglesia.
Dos meses después del primer encuentro, Hermógenes lo llamó con la mano. El mocetón se acercó a toda prisa. En esta ocasión no había grupo de personas. Largo rato conversaron los dos hombres, mientras la tímida muchacha escuchaba sin intervenir.
—¿De modo que a vusté le gusta la muchacha? —le preguntó Hermógenes con un tono en el que se notaba un dejo de condescendencia.
—Sí, don Hermógenes. Me gusta con buenas intenciones —contestó Uldarico, haciendo énfasis en las dos últimas palabras.
—Pues pa’ vusté será si ella lo merece. Lueguito cuadramos todo.
Así quedó cerrada la primera parte de ese contrato verbal que mantuvo vigencia durante cinco años de noviazgo. Fueron cinco años durante los cuales, domingo a domingo, Uldarico y María Isabel se encontraban para charlar de cosas que no sabían cómo charlar en presencia de Luvina, quien siempre los acompañaba de manera vigilante. Ellos sólo se miraban, ya sin aprehensiones, mientras Luvina hacía como si tejiera un crochet o remendara los pantalones de faena de Hermógenes.
—Sumercé tiene hoy un vestido muy bonito —decía, entre dientes, el galán.
María Isabel soltaba una risita asordinada con la mano puesta como si soplara la caracola que servía para que el viento no cerrara de golpe la puerta y en la que los de la casa escuchaban el rumor de un mar lejano. Luvina agarraba cada palabra y sopesaba el contenido, la examinaba con minuciosidad de relojero, les daba vuelta, la ponía a contraluz de la vela, no fuera que por ahí llevara bien oculta una insinuación de mal recibo.
Hasta que una tarde de lluvias de mayo Hermógenes Pardo llamó aparte al prometido. Ambos salieron al patio. Uldarico daba pasos como si caminara hacia el patíbulo.
—Vusté como que no ha notado que la muchacha se está poniendo vieja, Uldarico. Eso no conviene. ¿Pa’ cuándo lo del matrimonio?
***
Se casaron en 1929, en misa de nueve de la iglesia de San Jacinto, sin ningún boato diferente al agregado por los desacordes que uno de los tres músicos de cuerdas del pueblo lograba arrancar a puñetazos al armonio que algún cura con iniciativa hizo acomodar a prudente distancia del altar. El ambiente en la plaza se avivó con la llegada del novio montado en un caballo de paso y cabestreando una yegua fina, bestias que El General había prestado, a manera de regalo de bodas. María Isabel, Hermógenes, Luvina y los cuatro amigos de la tertulia dominical aguardaban con evidente impaciencia a dos cuadras de la iglesia, desde donde podían ver con claridad lo que ocurría. Uldarico entró estrenando cotizas de fique, pantalón de dril caqui y camisa blanca de popelina, almidonada en el cuello y los puños. A duras penas podía dar paso. Dejaba la impresión de estar extraviado en un laberinto del que solo podía salir abalanzándose hacia la abigarrada muchedumbre que le hacía callejón de honor. Personas de rostros que no le eran del todo desconocidos, pero que en esos momentos le parecían extraños, provenientes tal vez de regiones remotas, fijaban en él la mirada. Lo acompañaban sus hermanos Antonio y Benjamín. María Isabel, tal como la habían instruido en la casa cural, llegó poco después, del brazo de su tío, luciendo el vestido blanco que su madrastra le confeccionó a mano en noches de muchas velas y puntadas cuidadosas. Llevaba puestos los zapatos negros de charol y taco bajo que estrenara dos años antes y que sólo se ponía en momentos muy especiales, como ése. Para que no desentonara, Luvina se había dado a la tarea de adornarlos con crespones blancos de papel. Caminó con pasos cortos y rápidos, a la manera particular de las campesinas del altiplano, recorriendo el trayecto desde la puerta hasta el bajo muro antes del altar acompañada de Hermógenes, quien dibujaba en su rostro una adustez más allá de la requerida en esos momentos. Los únicos invitados al ritual fueron los del grupo de charla en el atrio, que no podían ser considerados con especialidad pues allí estaban, infaltables, cada ocho días. Luvina no era asidua a la iglesia pues, aunque creía en Dios por las enseñanzas de su madre, su padre radical le había inculcado cierta aversión hacia los curas. Sin embargo, era obligación acompañar hasta el altar a quien consideraba su hija.
La misa fue interminable. El cura oficiante, el padre Venancio Franco, luego de la lectura del evangelio, pronunció palabras que aludían a la fidelidad, al cuidado mutuo, a la sumisión conyugal a la indisolubilidad del sagrado lazo que se anudaba con el sacramento del matrimonio. No faltaron los deseos de abundante prole. El oficiante recalcó sobre la solidaridad: estar en las buenas y en las malas, en la abundancia y en la escasez. Cuando el sacerdote preguntó por los padrinos, Uldarico volteó la cabeza hacia atrás y miró a Toño y a don Hermógenes buscando la respuesta. Todos habían olvidado ese detalle del ritual. Después de unos instantes de desazón, Luvina tomó la iniciativa y se encargó del asunto, Sin pensarlo dos veces, pidió el favor a una de las parejas que vio sentada en la primera banca. En segundos logró sortear el problema.
Terminada la ceremonia los recién casados y el grupo acompañante esperaron a que los feligreses abandonaran el lugar, pero nadie se movió. Los ojos de los feligreses estaban atentos a todo movimiento de los recién casados. Enfrentando la curiosidad de la gente, que terminó formando tumulto para verlos salir, Hermógenes Pardo con su mujer y Uldarico Venegas con la suya fueron abriendo camino hasta llegar al atrio. Allí se detuvieron un instante. Dándole a su semblante algo parecido a la amabilidad, Hermógenes invitó a tomar café con leche y trasnochados en la miscelánea donde, cada ocho días, Uldarico descargaba bultos de café y plátanos. La ocasión lo ameritaba.
A la hora de tomar caminos Luvina fue muy solícita con María Isabel. La despidió con lágrimas y le deseó lo mejor de ahí en adelante. De veras estaba conmovida.
—No olvide el camino de vuelta, mija. Siempre la estaremos esperando. Y pórtese bien con su marido, que es para toda la vida —le recomendó, dándole un abrazo sentido.
María Isabel quedó en silencio. Don Hermógenes, evidentemente sensible a la situación, la encomendó al Creador y la despidió con una bendición. Luego se dirigió a Uldarico para encarecerle mucho juicio.
—Mucho juicio y cuidado con la muchacha. —fueron las palabras de advertencia que pronunció como si diera un simple consejo.
Los recién casados encaminaron sus pasos hacia el rancho que por muchos años habían ocupado los Venegas en La Turena. El General le había concedido a Uldarico no solo el derecho de conservar el rancho que inicialmente le entregara a sus padres, sino la prerrogativa de vivir en él con su mujer. «El General es bueno conmigo. Es buen patrón»
En la mitad del camino hicieron una parada con el pretexto de descansar y dejar que las bestias pastaran un rato. El trecho era largo y la fatiga se hacía sentir. Escogieron la sombra de un caracolí de tronco grueso que siempre recordarían. Uldarico tendió la ruana sobre el césped y por primera vez en cinco años, desde aquel domingo cuando se conocieron, se sentaron a charlar sin la presencia vigilante de Luvina o don Hermógenes. Por primera vez, también, pudieron darse cuenta que ninguno de los dos tenía algo qué decir, aunque todos sus encuentros estuvieron siempre apuntalados por el silencio forzoso impuesto por alguien que solo estaba ahí para ver y escuchar mientras fingía una labor de tejido que nunca terminaba. El cielo se había opacado con presagios de lluvia, volviéndose como de pizarra. Ellos no lo notaron puesto que la realidad se les había escapado sin poderlo evitar. Todo fue de un gris intenso, aunque ese día muy seguramente les pareció el más brillante de toda su existencia.
Uldarico abrió las alforjas y sacó algo de comer. Fingiendo un movimiento involuntario acercó su mano a la de María Isabel y apenas la rozó. Era la primera vez que se atrevía a tanto. María Isabel sintió que el mundo... que el universo hacía un hueco profundo para devorarla sin darle asidero. Ella fue un solo temblor, de pies a cabeza, algo que nunca dejaría de sentir en su recuerdo. Las fuerzas le faltaron y estuvo a punto de perder el conocimiento. Uldarico, el tomatrago y pendenciero, el que tenía la mano izquierda multada y dominaba a las mujeres con el meñique, en esos momentos no supo qué hacer con la suya. La miró con impotencia y desconcierto. Alargó la vista por encima de los matorrales, hasta la pared de montañas borrosas por la niebla. Sí, esa que fuera el motivo de sus desvelos e inquietudes, ahora era su mujer. Algunas palabras, que sólo él pudo escuchar, pronunció entre dientes para darle tranquilidad. Entonces sintió el golpe de unos goterones sobre su espalda anunciando un aguacero oportuno que lo sacaría del apuro. Montaron en los caballos y a toda prisa prosiguieron rumbo al rancho.
II
DE UN LADO PARA OTRO
Uldarico decidió alejarse de La Turena. Cada día le era más difícil tolerar las miradas lascivas y los comentarios maliciosos dirigidos por los otros peones a su mujer, que era una muchacha seria a quien el matrimonio le había sentado muy bien. Se la veía rozagante, llena de encantos que no pasaban desapercibidos.
—El diablo es diablo y pone trampas y a las mujeres les gusta caer en tentaciones —dijo, sin adivinar la tormenta que se aproximaba.
María Isabel no abría la boca cuando su marido opinaba, pero aquella vez se ofendió al ser incluida entre las que caían en las trampas del demonio. Sin mirarlo a la cara y sacando arrestos que venía guardando con paciencia, le soltó su enojo:
—Y vusté pa’ qué habla… ¡Como si fuera un santo y no le gustara caer con las diablas! No se haga el pandequeso y vaya sacándome de esa colada ¿Oyó?
No era solamente los celos, que ambos consideraban necesarios para demostrar amor. Desde hacía varios días a Uldarico le estaba golpeando algo parecido a la consciencia de saber que lo recibido a cambio de trabajar de sol a sol no alcanzaba para vivir sin afanes. El entusiasmo de servirle a El General se le iba agotando.
Una noche de cocuyos y cigarrillos Pielroja propicios a la reflexión le hicieron determinar que lo mejor era coger camino para donde la suerte más favoreciera. Hermógenes lo intentó y no le fue mal: Ahí tenía una tierra que le daba para la comida de los suyos. Así que, luego de mucho quedarse mirando nada en la oscuridad decidió que era el momento de alejarse de La Turena, de El General y de todo lo que le habían dicho que era Patria y Familia.
Patria y familia... Recordaba lo bonito del discurso aquel día antes de ir a la guerra; pero, de igual manera, recordaba que al volver siguió sin patria, sin un pedazo de tierra donde echar raíces y con muy poco para comer. Además, a Viotá empezó a llegar una gente extraña, venida de Bogotá, que hablaba de cosas que nadie comprendía. Doctores les decían y, a veces, se decían entre ellos. Llegaron como esos que cargan una biblia y van de puerta en puerta desgranando un discurso aprendido de memoria. En las tardes reunían a la gente en la fonda o en el juego de tejo. Se trepaban en asientos y se daban a recitar frases que hacían referencia a la igualdad, al capitalismo, a la opresión patronal y otros temas que los reunidos no lograban asimilar en su raciocinio elemental. De tanto en tanto el orador se quedaba mirando a cualquiera de ellos y preguntaba:
—¿Está de acuerdo con nosotros, camarada? —Pues entre ellos se llamaban ‘camarada’ y a todo el mundo le decían así. El interpelado asentía con la cabeza, no por compartir lo dicho, de lo que no había entendido una sola palabra, sino por cortesía.
Al comienzo, a pesar de los muros levantados al momento de establecer comunicación, no dejaba de ser atractivo saber que ellos estaban allí porque querían lo mejor para el camarada campesino, para el obrero agrícola, para la base laboral: jornadas de trabajo llevaderas, paga de acuerdo con el esfuerzo... La tierra es para quien la trabaja, era lo que más llamaba la atención, pues nada mejor que trabajar para uno y en lo de uno, pensaban todos. No faltaba quién se entusiasmara más de la cuenta con tantas bondades y gritara: «¡Mañana mismo hay que reclamar el pedazo que nos toca!».
Uldarico se quedaba pensativo y no dejaba de darle vueltas al asunto. Con la manera simple de ver las cosas, reflexionaba y las cuentas no le cuadraban: «Si en La Turena trabaja un mundo de gente y la tierra es pa’ todos nosotros, ¿Con qué va a quedar El General?». Pero lo callaba.
Otros pensaban en lo bueno que sería trabajar sin patrones, sin nadie que diera las órdenes. Todos estaban dejando jirones de piel -y hasta el alma- en el corte, en los potreros, en el trapiche, en la despulpadora o en la secadora y lo que sacaban con ese esfuerzo era muy poco. Aplicando lo de la tierra es para quien la trabaja ellos obtendrían lo justo y las ganancias completas serían repartidas según lo que cada quien hubiera dado. Ya no sería todo para El General.
No obstante, en medio de la ignorancia en asuntos políticos y económicos, Uldarico tenía otras ideas que mejor se guardaba, pues no sabía cómo expresarlas. Las palabras le faltaban y los significados se le escapaban sin descifrar el misterio. ¿Cómo decir que a él le parecía correcto y justo que El General siguiera siendo rico, pero que era incorrecto e injusto que sus peones siguieran siendo cada vez más pobres? El General llenaba los baúles con mucho dinero y a los peones, esos que habían puesto la espalda al sol para ayudarlo a llenarlos, les tocaba apenas las migajas.
No sabía cómo decirlo. Las palabras le eran esquivas. Y las pocas de las que podía echar mano, no eran suficientes para sacar de la confusión a esa gente cachaca que convocaba a reuniones en la fonda. Uldarico se enredaba en el barullo.
—Compañero Uldarico, estamos solicitando una cuotica voluntaria para el sostenimiento de las actividades políticas que realiza el partido en este municipio. —le hizo saber uno de los forasteros.
—¿Una qué cosa es lo que me pide, sumercé? —replicó Uldarico.
—Una cuota, camarada Uldarico.
—¿Acaso yo tengo una cota para regalar? ¿Vusté me ha visto cargando cotas?
—Espere le explico, camarada.
—No, sumercé, yo no doy de lo que no tengo ni en de pronto nunca tendré. Buenas las tenga, sumercé.
Uldarico no se perdía en los recodos de las largas discusiones, menos en las de color político. Si algo lo caracterizaba era ser tajante en sus respuestas e ir directamente a la acción, a veces -muchas veces- de manera irracional. Era hombre de decisiones inmediatas. Jamás aplazó nada. Cuando se sentía incómodo en algún lugar y de su boca salían la decisión de «Nos vamos», él ya iba en camino. Si decía a las ocho, a las siete y media ya estaba saliendo.
***
La esperanza de tener unas cuadras de tierra para trabajar se fue diluyendo. Uldarico sabía que algunos lograban obtener un pedazo de tierra que el patrón les entregaba para sembrar a riesgo, pues las cosechas se repartían, pero las pérdidas eran del sembrador. «Siembre lo que quiera, menos café», advertían los patrones. La advertencia era para evitar la competencia. Entonces, el peón quedaba obligado a trabajar en la finca tres días con media remuneración para pagar el derecho y así poder dedicarle tres días a su cultivo. La ilusión de todos era obtener un pedazo de tierra, sin saber que nunca sería suyo. Uldarico no se ilusionaba, pues desde siempre había oído a muchos decir «Mi parcela» y luego dejaban de existir sin que nadie pudiera heredar porque la tierra seguía siendo del patrón. Sabía, además, que quien desobedecía ese mandato de no sembrar café era privado de la poca libertad que gozaba y obligado a echar pico y pala en la construcción de caminos para las fincas del mismo patrón.
Esa disposición que todos conocían no hacía parte de ningún código, pero el alcalde, el inspector y los policías hacían lo que los patrones mandaban. Por algo les debían el puesto que estaban ocupando. No hacer lo que el patrón quería significaba quedar en la calle sin opción de volver a sentarse con comodidad en un escritorio.
—Mija, aliste los chiros que mañana salimos de madrugada.
—¿Y eso pa’ dónde, mijo? —preguntó ella asombrada.
María Isabel no sabía que días antes su marido había explorado otros terrenos. Estuvo hablando con amigos que habían partido de La Turena y ya le pintaban otros panoramas. María Isabel no recibió respuesta ni insistió en obtenerla, pues su obligación era seguirlo. En las buenas o en las malas.
Al siguiente día se levantaron más temprano que de costumbre. María Isabel ya tenía listos los chiros. En costales de fique echó cobijas, ropa, ollas, platos y lo poco que hasta entonces habían conseguido. Ataron los bultos en uno de los dos caballos, ya viejos, comprados poco antes a menos precio en la feria mensual del pueblo. El vendedor hasta las albardas y los lazos de los cabestros le encimó.
Con la primera luz del día salieron rumbo a Tibacuy, ella dejándose llevar por el zangoloteo al paso del caballo y él a pie, con el zurriago presto a azuzar las bestias y espantar los perros. Anduvieron más de tres horas. Luego de haber agotado las pocas provisiones para el viaje, llegaron a Cumaca, vereda puesta en una vega, que contaba con capilla y plazuela, alrededor de la cual se encontraban las casas de los más pudientes. En la fonda compraron algo para calmar la fatiga. Antes del mediodía entraron a Tibacuy.
Cerca del pueblo quedaba El Pensil, finca de don Leoncio Guerrero, en donde Uldarico ya tenía palabreado oficio. Se instalaron en una casa de dos piezas y cocina, construida con tablones de madera cerca de la finca. A él no le gustaba vivir en el pueblo. Prefería el campo, el trabajo en los cafetales, el desyerbe con azadón. Habiendo transcurrido su existencia faenando en la loma, el pueblo solo le gustaba para bajar los sábados en la tarde o los domingos en la mañana a comprar la remesa y tomarse unas cervezas.
El matrimonio le había curado lo mujeriego, mas no lo tomatrago. Las expectativas de María Isabel por ver a su marido cambiado no se habían cumplido del todo. Cada ocho días volvía a la casa dando tumbos y más silencioso que nunca. La única preocupación de María Isabel era saber que él salía cada ocho días a comprar la remesa y regresaba rascado. En Viotá había empezado a conocerlo, pero en El Pensil fue donde un domingo Isabel Rodríguez conoció de cuerpo entero a su marido. Y Uldarico a su mujer.
Aquel domingo Uldarico llegó borracho, casi arrastrado por la bestia en la que había salido a mercar. El animal conocía el camino y sólo era dejarla ir, que a la casa siempre llegaba. Cuando entró dando tumbos contra las paredes, Isabel estaba preparando la comida de la tarde en la cocina, que quedaba en la parte trasera. No lo oyó entrar.
—¡Mija! —gritó, babeando un largo llamado.
—Siéntese y espere que esto es una casa decente, no una cantina —contestó ella.
La respuesta golpeó con contundencia. Obnubilado por el licor, Uldarico se quedó mirando hacia un horizonte perdido en la bruma de la borrachera. Balbuceó algo y con dificultad logró levantarse del asiento. Con torpe balanceo buscó a su mujer. Ya llevaba el brazo levantado y la mano abierta, dispuesta a ser descargada con fuerza. María Isabel dio un salto hacia el fogón. Quizás en su imaginación ya veía venir una situación como esa y estaba preparada para afrontarla. Sin vacilar agarró la olla de sopa hirviendo y tomó distancia para arrojársela. Él se detuvo como si un muro se hubiera levantado de repente para frenarle el impulso. Entre ellos solo mediaban tres pasos y mil destellos de miradas furiosas; sin embargo, ninguno de los dos dio término a la acción. Isabel quiso pronunciar: «Atrévase no más». Las palabras quedaron atoradas en su garganta. Permanecieron uno frente al otro el tiempo suficiente para la decisión más conveniente. Él regresó con tambaleos al asiento y ella volvió a acomodar la olla en el fogón. Ya sabían a qué atenerse. Desde ese momento quedó establecido, mediante un código al margen de todas las convenciones, que las riendas del caballo las manejaría Uldarico, pero ella sería quien tomara la última decisión.
***
El ambiente laboral en la Provincia de Tequendama se tornó crítico porque se presentaron continuas protestas de los peones que empezaban a pedir y luego a exigir una paga justa. Sólo eso. No demandaban el pago de primas, ni vacaciones, ni cesantías, pues ellos no conocían esos derechos. Y al conocerlos no les gustó ganarse la plata sin trabajar. Los patrones respondían apretando las riendas: «Producen o se van, pero aquí no vamos a tolerar bravuconadas».
En las haciendas y fincas ya había corrido la voz alertando sobre una huelga. Uldarico no comprendía qué estaba sucediendo. Era verdad que los patrones sacaban provecho hasta de la última gota de sudor y abusaban de los que no tenían nada, incluso de las mujeres que pasaban a ser parte del compromiso de trabajo de sus maridos. De esa manera fue como María Isabel terminó ayudando en la cocina de la casa grande de don Leoncio Guerrero. No había qué pensar en huelgas porque si no trabajaban, no comían. Y si se metían a la huelga, se quedarían sin trabajo.
Don Leoncio, era uno de los hombres ricos de la Provincia de Tequendama, dueño de la hacienda cafetera El Pensil, que en tiempos de cosecha ocupaba hasta cien recolectores. Uldarico llegó allá, primero como recolector de café y luego en lo que fuera menester. Un día cualquiera la mujer de don Leoncio le dijo a Uldarico:
—Sería conveniente que su mujer le ayudara mañana a Hermencia en la cocina. Lo único que tiene que hacer es pelar plátanos y papas y hacer otras cositas. Claro que se le pagará ¿Usted qué dice?
Nada había que decir. El tono de la señora era en todo momento autoritario. No era la petición de un favor. Al día siguiente María Isabel estaba sentada en un rincón de la cocina, frente a un fondo de cobre, cumpliendo su tarea. Como siempre ocurría, la paga no fue acordada. Ahí sabría el patrón cuánto le pagaba. O la patrona, que al final decidió que todos los días. al regresar a su dormitorio, María Isabel podía llevar en una olla comida para ella y Uldarico. Así estarían economizando parte del mercado. Además, la muchacha -como empezó a llamarla de manera que parecía cariñosa, aunque sin dejar de ensanchar la brecha social que las separaba- estaba aprendiendo y nada más por eso debería estar agradecida.
María Isabel dejaba la cama a las cuatro de la madrugada, entraba a la casa grande por la puerta trasera que a esa hora era la única con acceso a la cocina y cogía el oficio de todos los días. La muchacha era voluntariosa. Cuando terminaba la tarea, asaba las arepas y colaba el café para el desayuno de los peones, freía huevos y alistaba el queso que no podía faltar en el plato de los patrones. ¿Acaso no había aprendido con Luvina? En la casa de don Leoncio Guerrero se convirtió en admirada cocinera, elogiada en persona por los invitados a El Pensil que degustaban con voracidad sus preparados. Con el tiempo, terminó dirigiendo a tres guisanderas aprendices.
Fue en esos días cuando sufrió un desmayo estando en la cocina mientras venteaba una de las boquillas del fogón de leña. Una de las guisanderas alcanzó a tomarla por la cintura, evitando que cayera al piso. Llamaron a la patrona, quien acudió presta a ver qué pasaba. María Isabel recuperó el aliento y ya se disponía a continuar con el oficio. La patrona, mostrándose solidaria, le recomendó que descansara un rato no fuera que le repitiera el desmayo.
—Se me hace que la muchacha está embarazada —pronosticó la mujer de don Leoncio.
Ni el embarazo pudo hacer que María Isabel suspendiera las labores. No sólo se ocupó de los oficios rutinarios, sino de ayudar a su marido en la recolección de café, a platear los arbustos de arábigo, en la recogida de leña... Era incansable.
—¿No será mejor que se quede en la casita descansando y cuidándose muy bien hasta el parto? —recomendó la patrona.
María Isabel no era boba. Sabía que esa recomendación había que entenderla al contrario: su embarazo sería un inconveniente que trastornaría la rutina de la casa. Si la señora quería que descansara, en realidad le estaba diciendo que no dejara de trabajar. El tono de la pregunta no dejaba duda alguna. La patrona no tenía la culpa de su embarazo. De modo que no le quedó otro camino que seguir con la tarea. Así lo hizo hasta que a mediados de diciembre del año 1931 nació Lucila, la primogénita.
***
Un año antes de llegar Lucila a este mundo Enrique Olaya Herrera había subido a la presidencia de la República. De perseguidos y marginados, los liberales de alta alcurnia pasaron a perseguidores y asumieron el papel de verdugos oficiales que los conservadores desempeñaron con lujo de detalles durante casi cincuenta años de hegemonía. Ya no eran ellos quienes se escondían y buscaban asilo en la comodidad de las ciudades norteamericanas o europeas.
Los conservadores, acostumbrados desde los tiempos de Bolívar y Santander a defenderse en la guerra, esta vez no hicieron nada por recuperar el poder en los campos de batalla. Puesto que la de los Mil Días fue la última guerra regular con ejércitos y toda su parafernalia, los liberales hicieron lo que antes para no perder la costumbre de ver al pueblo dividido y enfrentado: se idearon una guerra irregular de bandoleros cuyo único propósito fue aniquilar a los conservadores sin reglas de juego y sin que se notara que todo salía por las puertas del gobierno.
A partir del 30 empezaron los rumores de matanzas en Santander y Boyacá, tierras de pocas industrias y muchos cultivos. A Tibacuy llegaban un día las noticias del asesinato de un conservador en Ventaquemada. Al día siguiente se recibía la de dos liberales muertos en Tumequé o en Villapinzón. Aquellos que empezaron a recorrer pueblos de Antioquia buscando acomodo y tranquilidad en cualquier otro lugar llegaron a La Turena con noticias que hablaban de hombres armados cerrando la plaza de Támesis y disparando sin compasión a la gente. Lo mismo en Jericó. En los caminos de Cundinamarca iban cayendo campesinos que con su sangre teñía la tierra, a veces de azul, a veces de rojo.
En Tibacuy aún no ocurría nada.
Hasta que en frente de tienda donde Uldarico compraba la remesa de la semana mataron a un arriero que no era del pueblo. Luego de descargar en la tienda unos bultos de panela, paso al otro lado de la calle para desaperar la recua. Estaba desenjalmando una mula cuando un tipo le llegó con sigilo por detrás y sin decir palabra alguna le disparó tres veces en la espalda. El arriero cayó al pié del animal, llevando sus manos al pecho. El tipo caminó sin afanes y atravesó el empedrado de la calle con el revólver en la mano. Al pasar junto a Uldarico se detuvo un instante para meter el arma entre la pretina del pantalón y la correa. Sus miradas se encontraron por un instante, tan corto como un segundo y tan largo como la eternidad. El tipo apresuró el paso para perderse al voltear en la equina, como buscando el camino a Fusagasugá. Uldarico volvió a su realidad cuando la gente corrió desde todo lado de la plaza hacia donde estaba el caído.
En un abrir y cerrar de ojos la gente formó un redondel. El cuerpo del arriero yacía bocabajo, los brazos plegados y la pierna derecha recogida. De no ser por el charco de sangre que seguía creciendo bajo su pecho, se podría haber pensado que era un borracho que terminó dormido sobre el polvo. Un viejo, de esos que hablan sin importar las consecuencias, exclamó:
—¡A ése lo mataron por godo!
Llegaron dos policías que se quedaron observando el tumulto alrededor del cuerpo inerte del arriero. El tumulto crecía. El inspector de policía y su secretario se abrieron campo y presurosos dieron comienzo a las diligencias acostumbradas. En un libro de actas el secretario escribió lo que el alcalde le iba dictando: posición del cuerpo, número y localización de las heridas, pertenencias encontradas en los bolsillos y todos los datos que los manuales forenses indicaban, pero los encargados de ejecutarlos pasaban por alto para que los expedientes quedaran a la merced del polvo y el olvido en una estantería de la alcaldía.
Al día siguiente Uldarico estaba en lo de siempre: con el canastillo amarrado a la cintura y siguiendo los surcos que escogiera como tarea calculando su capacidad para la recolección de café. Ya había ido dos veces a la despulpadora, lo que presagiaba una buena jornada. El cabo de corte le había puesto dos rayas en el papel donde le llevaban la cuenta. Se disponía a vaciar en la tolfa el tercer canastillo cuando alguien se le acercó:
—Vusté qué es, don? —Le preguntó sin formalismos. Uldarico no entendió ni vio quién le dirigía las palabras.
—Que vusté qué es, don —repitió la voz.
—Yo soy Venegas Farfán —contestó Uldarico buscando a la persona que le hablaba.
Lo hizo con naturalidad, sin intención diferente que responder a una pregunta. La sorpresa fue mayúscula: su interlocutor era el tipo que el día anterior disparara y diera muerte al arriero en el pueblo. También tenía canastillo a la cintura y un viejo sombrero de fieltro. La cara pálida y enjuta, lampiña como la de un muchacho, no la podía olvidar. En su mente se repitieron las escenas de la mañana anterior. Movido por el instinto Uldarico dirigió con disimulo la mirada a la cintura del hombre.
—Que de qué color es vusté, don —insistió el hombre.
Uldarico quedó pensativo, recordando lo dicho por el viejo: «A ese lo mataron por godo». Midiendo cada sílaba, respondió con toda seguridad:
—Como le parece, sumercé, que yo soy de los rojos.
***
Seguir en Tibacuy ya no era lo que le dictaba el destino. El ambiente pesaba en la espalda. Agobiaba al extremo. ¿Qué pasaría si el próximo en preguntar por su color político no fuera rojo sino azul? ¿Qué tal si al ir por el camino lo confundieran? Eso podía ocurrir.
Muy de mañana ensilló bestia para ir a Silvania. Allá tenía un conocido que trabajaba en fincas manejando ganado y de pronto conseguía oficio. Él no era de andar bregando con vacas, pero algo sabía y si le tocaba no se hacía a un lado. Desde temprano, al llegar a Silvania, estuvo preguntando por la persona que podría darle la mano, pero nadie dio razón de él. Al mediodía decidió seguir hacia Fusagasugá, donde vivía parte de los Pardo, parientes de su mujer. Unos vivían en el pueblo y otros en la finca El Triunfo. No se detuvo en el pueblo. Continuó la marcha hacia la finca, donde nadie sabía de él, aunque allí encontraría lo que buscaba. Estaba seguro de eso.
El Triunfo no ocupaba mucha gente; a lo sumo tres o cuatro jornaleros que a diario iban a lo que les mandaran. Bastó con que mencionara que Isabel Rodríguez Pardo era su mujer para que Uldarico fuera recibido con entusiasmo y como otro pariente más. «El marido de Chabita es parte de la familia Pardo y no se discuta más».
Uldarico regresó por María Isabel y Lucila. Isaías, hombre de mando por ser el patrón y el jefe de la familia Pardo en la finca, desocupó una pieza destinada a los trebejos y allí acomodó a los nuevos parientes. El sustento lo ganó Uldarico haciéndose cargo de todo cuanto había para hacer y él podía ejecutar.
La violencia se regaba como mala noticia y a Silvania llegó disparando el sectarismo de unos señores que ya no vestían de generales ni enviaban a sus peones al campo de batalla para que se mataran -ya que los descendientes de los antiguos militares de salón tampoco tuvieron el valor de hacerlo- por una patria inexistente y unos ideales políticos nebulosos a la comprensión de los que nada comprendían, salvo las cosas elementales del campo. Ahora todo quedaba reducido al color de un trapo atado al cuello, de una cinta prendida con alfiler en la toquilla del sombrero o en borde del bolsillo de la camisa. La puerta de molduras pigmentadas con cian o bermellón era la seña. Imponer y defender el rojo o el azul, dependiendo de la acera por donde se caminara o del pueblo al que se perteneciera constituía la única consigna política.
Colombia no era más que un mapa de puntos o franjas de bicromías inestables y fatales. Muy pronto fueron conocidos nombres que la tradición oral convirtió en leyenda: los de aquellos jefes de guerrillas liberales que daban a escoger entre desocupar la región en un plazo de tres días o ser pasado por las armas. Los alias de los conservadores que imponían las mismas condiciones se hicieron populares y eran pronunciados con malsana admiración, adjudicándoles hazañas de dudosa magnitud o mostrándolos como héroes para ser recordados por siempre.
De tarde en tarde Uldarico se reunía a charlar con los otros peones. En realidad, se quedaba en silencio escuchando los relatos que empezaron a seguir el cauce de las leyendas rurales. Cada episodio hablaba siempre de grupos de hombres armados de machetes y escopetas que llegaban a las fincas haciendo alboroto, exacerbados por la chicha o la cerveza, gritando vivas al presidente de la República y al partido liberal. Los reunidos prestaban atención al narrador de turno; sobre todo Uldarico que no perdía detalles de lo que se decía acerca de los fusilamientos de conservadores, de la forma como caían a golpe de machete o a garrotazos sobre sus víctimas, reduciéndolas a guiñapos.
—Los bandoleros llegan a las fincas y acaban hasta con el nido de la perra. Cuando se van no que queda sino el olor de la muerte, los ranchos en cenizas, los cercos en el suelo, los animales descarriados,
—¿Y entonces la policía?
—Como si vusté no supiera que la policía que mantiene en el pueblo y los soldados que mandan de Bogotá son de los mismos. Ellos pertenecen al gobierno. Vusté sabe que a esa gente la paga es el gobierno. Y ahorita mismo el gobierno es liberal y contrata a gente muy mala de ese partido, que se pone un uniforme para meterle terror a todo el mundo.
—Muy cierto… Ellos andan en gavilla con otra gente que va de civil y con los de Rentas Departamentales pa’ sacar a los godos de las fincas y después de dejarlos sin cabeza. Es espantoso lo que les hacen a las mujeres… No respetan ni a las embarazadas.
En la imaginación de Uldarico las escenas desbordaban toda posibilidad. ¿Criaturas de meses destrozadas a filo de machete? Imposible. Tal vez en las historias de brujas y espantos. Sin embargo, sus amigos mencionaban a gente de carne y hueso con alias como ‘El Negro’, ‘El patizambo’, ‘El caratejo’ … Por algo los mencionaban.
***
Uldarico no dejó de trabajar en los cafetales, unas veces en esta finca, otras veces en aquella otra, casi siempre donde la cosecha fuera buena. Su olfato para encontrar las cosechas más promisorias no fallaba. María Isabel nunca dejó de encontrar ocupación en las cocinas grandes, esas que estaban lejos de la casa principal y donde preparaban la comida para la peonada de cuarenta o cincuenta que iban de paso en época de cosecha. Ella mantenía siempre ocupada. Hacía el oficio de la casa hasta bien entrada la noche y ponía pie en tierra muy a las cuatro de la madrugada para preparar el desayuno y alistar lo necesario para el almuerzo. Ambos eran buenos en lo que hacían y esa fue, en todo momento, su carta de recomendación.
Tres años después de haber salido de Viotá ya tenían un catre de hierro, una mesa rústica de madera y dos taburetes de espaldar y sentadero de cuero, una estufa de petróleo y algunas ollas, el baúl para guardar las tres mudas de ropa y una plancha de carbón. El menaje de una familia que debía sacrificar algún gusto para conseguir lo necesario. Sin embargo, no era suficiente para que el arraigo se convirtiera en la primera opción. Les faltaba techo propio, algo material de qué aferrarse. Así que, luego de hacer el balance de su posesiones materiales y no materiales, la determinación de irse a buscar otras oportunidades en otros lugares no resultó difícil de tomar.
Antonio Venegas Farján, su hermano, ya lo había hecho: Pocos años atrás cogió camino hacia Caldas con su mujer y desde allá pintó todas las oportunidades que encontraría si se decidía. Le describió las bondades de una tierra que era como las del paraíso bíblico.
Toño tenía dos años de estadía en Génova, corregimiento de Pijao en la región del El Quindío. En las pocas ocasiones que pudieron comunicarse le pintó a su hermano buenas posibilidades. El trabajo sobraba. La comida era abundante en Génova. Sin pensarlo de nuevo, hacia allá encaminó Uldarico su destino y el de María Isabel y su hija, cargando con lo poco que habían conseguido y esa esperanza de inagotable fuente que alimentaba todos sus planes.
El trayecto de Silvania a Génova fue largo, con más de trescientos kilómetros de caminos de herradura y trocha a través del Tolima. Lomas pintadas de todos los verdes, bosques tupidos, inmensos cultivos y agua abundante. Muchos ríos y cascadas. Antonio no había mentido: esas tierras eran como el paraíso que describía el padre Venancio Franco a sus feligreses.
En Génova los esperaba Toño, no con los brazos abiertos, pues los Venegas eran esquivos a las expresiones efusivas. Un contacto de manos, sin estrechones, fue suficiente para recibir a hermano, cuñada y sobrina. Sobrina que alcanzó a ver recién nacida. El cruce de palabras entre ellos fue simple, sin emociones, como entre desconocidos. En silencio salieron del caserío para dirigirse a La Julia, pequeña finca que Toño había comprado con ahorros y promesas de pago con el producido. Encarnación Peralta los recibió con sancocho de gallina como se acostumbraba en ocasiones de visita. Encarnación era la mujer de Toño y decía guardar gran aprecio a Uldarico y María Isabel, lo que demostró con alegría al verlos llegar. Mientras su marido no daba señales del entusiasmo que era preciso después de tanto tiempo sin ver a un pariente cercano, ella se mostraba solícita y cariñosa, sobre todo con su concuñada.
***
Los días se fueron entre el cafetal, la platanera y los arreglos que Uldarico hacía por su cuenta a la casa. Porque si veía que en la cocina había una tabla rota, sin que nadie le dijera qué tenía que hacer Uldarico conseguía la tabla para hacer la reparación. María Isabel, por su parte, aligeró el oficio de Encarnación.
Uldarico buscaba algo más. Era muy cierto que la vida en Génova era muy diferente a la de Viotá, pues allá se sentía amarrado. En cambio, acá veía muchas oportunidades y trabajar con su hermano le daba ventajas que no tuvo con El General o con los otros patrones. Sin embargo, él quería su finquita, un rancho propio. Algo de qué agarrarse para darle mejor vida a su familia.
Al poco tiempo llegó a visitarlos Benjamín, el menor de los hermanos, el que trabajaba en la hacienda de los Valencia en Córdoba, cerca de Armenia. Los Valencia eran de Cundinamarca y por eso Benjamín cayó muy bien en esa familia, convirtiéndose en la persona que merecía toda la confianza.
Benjamín, al contrario de sus hermanos, era un hombre locuaz, conocido por muchos, bueno para bailar en las fondas al son de tiples y bandolas. La carcajada que soltaba cuando estaba con los amigos lo hacía notar en cualquier parte. En Córdoba era conocido como el rolo alegre. Al llegar a La Julia animó a todos con su sonrisa franca y algunas frases que lograron arrancar a Toño un gesto de alegría.
Solo estuvo de paso. Ese mismo día regresó a la hacienda de los Valencia, pero el poco tiempo que permaneció en La Julia fue suficiente para sembrarle a Uldarico la idea de ensayar cómo estaba el tajo en Córdoba.
—Hombre, Toño… voy a echar pa’ donde Benjamín. Voy a ver si allá pelecho.
—Vusté verá. Si eso es lo que le conviene, Diosito le ayudará.
—Y si no, por acá vuelvo,
—Acá a sus órdenes, Uldarico.
***
Llegaron a Córdoba a finales del 32, después cabalgar hasta el camino real y transportarse en un destartalado camión que pujaba en los repechos y parecía desbocarse en los descensos.
Descargaron los corotos al pie de una araucaria de las que bordeaban el lote de terreno dispuesto como plaza. La calle de entrada al pueblo desembocaba en la parte alta, donde la fe de los pobladores construyó con limosnas generosas de los pobladores la capilla y la casa cural. En la calle opuesta estaba la inspección de policía, donde un viejo de bigote teñido de amarillo por la nicotina de vez en cuando enderezaba algún entuerto. Enseguida de la inspección había una casa de fachada pintada de verde claro, en cuyo andén tres policías distraían el tedio jugando parqués.
—Oiga, mijo, este pueblo sí es bien chiquito y faldudo —dijo María Isabel.
Uldarico no respondió. Se limitó a observar con curiosidad los alrededores. Pocas personas se veían.
El cura, hombre con edad de un poco más de treinta y cinco años, salió por la puerta de la iglesia agitando la sotana, bordeó la calle y se acercó a ellos tratando de ocultar las ganas de saber qué hacían los forasteros en un pueblo donde las cosas novedosas llegaban pasado mucho tiempo.
—Buenas, hijos míos. ¿De dónde vienen? —preguntó.
Ambos respondieron al saludo con un respeto reverencial que lindaba con la humillación ante uno de los representantes de Dios en esas lejuras. Uldarico mencionó Silvania como el lugar de procedencia. Tal vez no había estado en Génova el tiempo necesario para grabarlo en la memoria. Y nombró la finca La Linda como el destino que se habían fijado porque allá trabajaba Benjamín Venegas, su hermano.
—Yo ya estuve allá, padre. Allá voy a trabajar un tiempo mientras dura la cosecha, padre. —agregó Uldarico. Quiso enmendar su falta al pronunciar una mentira frente a un sacerdote, pero temió la reprimenda.
—Claro que sí, hijo mío. A la gente honrada y trabajadora, pero sobre todo a los creyentes del Señor, le tiene que bien. Dios siempre estará en los cielos pendiente de ustedes para protegerlos y darles la mano en todo momento —recalcó el cura, señalando hacia el firmamento con el índice y el anular. Parecía una réplica viviente de las imágenes del Corazón de Jesús.
Dios y la familia, hijos míos. Y una patria libre de comunistas —terminó diciendo.Años después esas últimas palabras del sacerdote resonarían una y otra vez en los oídos de Uldarico.
No había llegado el cura a la puerta de la iglesia cuando se presentaron ante ellos los tres policías. Uldarico los vio caminar con paso despreocupado.
—Haber, ustedes… ¿Qué los trajo por aquí? —preguntó con voz autoritaria el que parecía tener mando.
Enganchando los pulgares en la reata, ademán con el que se aprovisionaba de autoridad y poder visibles, el uniformado los miró con gesto inquisidor. Los otros policías guardaron distancia.
—Pues, vea sumercé que es que vengo acá porque me conseguí una coloca en la finca La Linda —respondió Uldarico.
—¿Y esa finca como por dónde queda? ¿Es la finca de don Alfonso, por casualidad? —preguntó el policía, asegurando que cada palabra le llegara a Uldarico como una burla.
—No, sumercé. Es la de los Valencias. Ya salimos pa’allá, a no más llegue Benjamín, que es mi hermano —corrigió Uldarico, intuyendo que el policía le estaba poniendo cáscaras para hacerlo resbalar con las preguntas.
Los policías se dieron a observar al grupo, como buscando algo más que unas respuestas. Uno de ellos golpeó los costales, con la punta del zapato y sin consideración alguna, haciendo sonar las ollas y platos de peltre. Uldarico guardó silencio. aunque en su rostro era evidente el disgusto que le causaba la situación, el respeto a la autoridad le hacía contenerse. Los policías continuaban golpeando los costales con la punta del zapato. Dos golpes de verificación.
Benjamín llegó agitando la mano y dibujando su característica sonrisa en el rostro. Llegó jalando dos caballos y una mula.
—Hola, mi cabo. De modo que ya conoció a mi hermano Uldarico —saludó Benjamín.
—¿Este es su hermano? —preguntó el policía haciendo un gesto despectivo que acompañó con una mirada de soslayo.
—Sí, mi cabo. Es que va a trabajar conmigo en la hacienda La Linda de los Valencias, allí no más en Las Auras. Vustedes han ido por allá.
Los policías volvieron al andén donde antes estaban jugando parqués. Uldarico lidió con los corotos para amarrarlos a la enjalma de la mula. Benjamín abrió un envoltorio de hojas de biao, entregándolo a María Isabel para que comiera del fiambre que les había llevado. Al cabo de unos minutos bajaron por un sendero polvoriento y tomaron dirección a La Linda.
***
El 16 de julio de 1934, en lunes de niebla y llovizna menuda y pertinaz, nació Paulina en La Linda, a veinte minutos de Córdoba y a casi una hora de Armenia. Ahora eran cuatro bocas para alimentar y el solo jornal no era suficiente, de modo que no había motivos de alegría como cuando nació Lucila. En algunas ocasiones él ya había acudido a su hermano o algunos amigos para solicitarles pequeños préstamos de dinero, pues no resultaba fácil terminar la semana con el mercado del domingo anterior. El jueves el cajón de la remesa escaseaba. Hubo días que tuvieron que pasar con aguadepanela y plátano asado. No quedaba, como antes, para la cerveza. Así que Uldarico se vio forzado a llegar los domingos a la casa con sus cinco sentidos intactos.
María Isabel terminó los cuarenta días de dieta sin gallina y sin guardar cama. Los primeros días que siguieron al parto los pasó atendiendo a la recién nacida y preparándose para reanudar su oficio. Fue en esos días cuando tuvo la idea de montar una sancochería en Calarcá. La idea la venía rondando desde hacía algún tiempo. Sólo necesitaba averiguar algunos asuntos para arrancar.
El siguiente fin de semana esperó la línea que venía de Armenia y pasaba por Calarcá, la que llegaba a las nueve de la mañana y regresaba una hora después. Le comentó a su marido que iba a averiguar cómo era el asunto de la venta de comida en la galería, pues tenía unos centavos ahorrados y pensaba invertirlos. Los ahorros los había hecho levantando gallinas y recogiendo entre treinta y cuarenta huevos por semana que vendía en las tiendas y sancocherías de ambos pueblos. Así conoció a Leonor, dueña de uno de los puestos, quien le hizo conocer cómo funcionaba el negocio, cuáles eran los días buenos, qué cantidad de comida debía preparar, que era lo que más pedían los clientes, cómo debía atender, cómo sacar las ganancias.
—Lo malo, misiá Isabel, es que todos los puestos están copados— le advirtió Leonor. Pero déjese y verá que cuando resulte uno, yo le aviso.
A las tres semanas, sin que mediara autorización diferente a la concedida de manera tácita por Uldarico, ella estaba al frente de lo que prometía ser parte de la solución a sus penurias económicas. Con el dinero ahorrado compró un puesto. En Calarcá hizo construir unas mesas largas y angostas y bancas de madera dispuestas en rectángulo. En el medio acomodó el fogón y un enorme platón como fregadero.
Echó a andar la sancochería con el impulso de la buena sazón. Por Lubina sabía el tipo de ingredientes y la cantidad necesaria para cada tipo de comida. De su madre adoptiva aprendió que el tiempo de cocción podía hacer la diferencia entre un sancocho de gallina y uno de pescado. De Leonor, además de la amistad desinteresada, pudo darse cuenta que el caldo de pajarilla como desayuno era el preferido por los que trabajaban en los talleres, así como de los que llegaban en los camiones cargados de bultos y cajas. Los dependientes de comercio, en cambio, preferían los platos ligeros y aquellos que estaban obligados a ganarse el día en lo que resultara optaban por lo de menor costo.
A las cuatro de la mañana estaba en su casa cocinando el arroz y las papas y todo lo que pudiera llevar ya preparado. Le ayudaba una muchacha flaca, de ojos saltones, que parecía insensible a la fatiga. España era su nombre. A toda prisa salían las dos mujeres antes de las cuatro de la mañana acarreando ollas y bolsas hacia la galería, donde les esperaba un agite de tareas que solía prolongarse hasta las dos o tres de la tarde. A las cinco de la mañana, cuando empezaban a llegar los camiones con provisiones y los bulteadores los descargaban en un abrir y cerrar de ojos, las dos mujeres se movían acuciosas entre vapores y aromas de caldos y guisados.
Uldarico también salía en la madrugada con un líchigo al hombro, en el que llevaba algo para comer en la mañana y el almuerzo que jamaba al mediodía en algún barranco o debajo del árbol que le brindara la mejor fronda. Regresaba a eso de las cinco y media o seis de la tarde, cargando con el líchigo y ese cansancio que obligaba a arrastrar un poco los pies. Asomaba en la puerta con el raído sombrero de paja en la mano. Justo después de pasar el umbral de la pieza, dejaba escapar una bocanada de aire que salía con fuerza desde lo más profundo de su pecho, produciendo un como silbo grueso que indicaba cansancio. Buscaba el taburete, único mueble para sentarse que les quedaba. Lucila, muy pequeña todavía, corría con un jarro de agua de panela cocida, lo ponía sobre la enclenque mesa que usaban como comedor y se quedaba parada frente a él, esperando a que bebiera.
—¡Rica la aguadulce! —exclamaba Uldarico.
Luego secaba sus labios con las mangas sucias de la camisa y se agachaba a desatar las cotizas. La palangana con la tibia infusión de yerbas relajantes le llegaba de inmediato. Metía los pies en el recipiente, entrecerraba los ojos y así permanecía hasta que la infusión perdía calor. Entonces los sacaba, poniéndolos sobre un banquito de guadua, y dejaba que los secara el hilo de aire que entraba por la puerta.
***
El miércoles de ceniza del 1936 la rutina de los Venegas Rodríguez fue cumplida cabalmente, salvo por los hechos que se presentaron en la galería de Calarcá. Ese día, como a las seis de la mañana, llegó a la sancochería un hombre joven, de unos veinte años tal vez. No era cliente habitual ni se trataba de alguien conocido en la galería. Se paró un rato a corta distancia de las mesas, como esperando algo o a alguien. El hombre causaba curiosidad, pero no preocupación alguna. Destapó una cajetilla de cigarrillos ejecutando un ritual de placer tal vez aprendido en las cantinas: sacó un cigarrillo que golpeó, descargando varias veces uno de los extremos en la uña del pulgar. Era la forma de apretar un poco más el tabaco dentro de la envoltura de papel. Luego lo pasó con lentitud por la nariz, aspirando el acre olor del tabaco antes de llevarlo a la boca. Sin afanes rastrilló un fósforo y encendió el cigarrillo, aspirando profundamente. Al soltar la última bocanada de humo tomó asiento en la banca larga, dando la espalda al pasillo.
—Misiá, deme un caldo de pajarilla con plátano frito, arroz y arepa. — solicitó el hombre.
—¿Y de sobremesa? ¿Quiere chocolate o cafecito con leche? —preguntó España, mostrando amabilidad.
—Mejor con café; el chocolate es pa’ los rolos— contestó el nuevo comensal.
El tono grave de la voz no era acorde con la cara de muchacho campesino.
Lucía bastante delgado. El traje de calle lo presentaban como un hombre de ciudad, posiblemente un artesano. El cabello negro, la regular estatura, la barba incipiente y un bigote de línea angosta le daban cierto aire mundano. Llevaba embozado un Stetson de ala media. Tomó el caldo a sorbos lentos, sin pronunciar más palabras. Por largos ratos quedaba con la mirada clavada sobre la mesa, sumido en sus pensamientos. Al terminar sacó del bolsillo de la camisa un billete de un peso que España tuvo que ir a cambiar porque aún era muy temprano y las ventas se habían limitado a pocillos de café. Sin disimular su disgusto por el contratiempo, el hombre permaneció sentado tamborileando con los dedos sobre la mesa. María Isabel continuó preparando lo necesario para los desayunos que no tardarían en solicitar los que trabajaban dentro de la plaza. El bullicio empezaba a crecer en la misma medida con que aumentaba el movimiento dentro de la galería.
España se acercó con el cambio en la mano sin notar que alguien pasaba por su lado caminando con prisa hacia donde se encontraba sentado el hombre. Todo ocurrió en un parpadeo. Ella apenas pudo ver el brazo levantado y la mano empuñando un revólver. Escuchó tres detonaciones sin pausa y casi en un susurro:
—Cachiporro hijueputa.
Paralizada por el terror, la muchacha retuvo la imagen del hombre doblándose con lentitud sobre la mesa. El Stetson cayó a sus pies. Jamás lo olvidaría. El cuello de la camisa del hombre se volvió rojo. La sangre corrió por la superficie de la mesa, formando un charco espeso. La muchacha apretaba en la mano las monedas del cambio. Nada más llegó a sus sentidos. La gente corrió a los gritos de «¡Muerto! ¡Muerto!» En un santiamén el negocio de María Isabel se transformó en un caos que se acrecentaba con los curiosos agolpados alrededor de la víctima.
Pasado largo llegó el inspector de policía acompañado de tres agentes con uniforme gris. El inspector le hizo varias preguntas a España y a María Isabel. Ella no había visto nada. España sí, pero el terror la había dejado paralizada y no pudo quitar los ojos del hombre asesinado. Al otro no lo había detallado. No sabían si era alto o de baja estatura, grueso o delgado o cómo vestía. No recordaba cómo era quien disparó. No, no conocían al muerto. No sabía nada de nada.
Después del levantamiento del cadáver, las mujeres recogieron los trastos, como lo hacían en las tardes cuando terminaban las ventas. Con el nerviosismo en las manos acomodaron todo y cargaron con las ollas para regresar a la casa. María Isabel solo esperó el regreso de su marido para relatarle lo sucedido.
—Mijo, el negocio ya quedó salado. —fueron sus palabras.
Ahora la iniciativa de irse era de su mujer. Ella era quien veía la imperiosa necesidad de marchar para evitar el roce con los que llegaban trayendo razones de la muerte.
—Mijo, ese hombre dijo clarito: Cachiporro hijueputa. Yo lo oí. ¿No es a los liberales que les dicen cachiporros? —preguntó María Isabel.
Uldarico quedó mirando al suelo.
—Mija, dicen que en Génova el corte está bueno. Quisque la cosecha de café está en lo fino —dejó escuchar, al fin, sin expresar ninguna emoción.
Yo creo que, entonces, lo mejor es que echemos pa’ allá, mija, que Dios no nos abandona en ningún momento.***
Cuando volvieron a Génova, el año 36 estaba finalizando. Toño ya no tenía La Julia. Decidió venderla y tirarse a la aventura en el Valle. Uldarico, María Isabel y las niñas ocuparon una casita que dejara abandonada un señor de apellido Montoya, que por ser conservador tuvo que salir de la noche a la mañana, sin saber para dónde. La tomaron en alquiler porque, luego de buscar por todo el pueblo, les dijeron que un señor muy conocido porque trabajaba como secretario del alcalde estaba encargado de esa casa. Cuando hablaron con el secretario les aclaró que la casa de los Montoya en realidad estaba a cargo de la alcaldía, pero que la plata del arriendo deberían entregársela cumplidamente, cada fin de mes, a él.
A María Isabel empezaba a notársele el tercer embarazo, ése que tantos malestares le causara. No dejaba de vomitar y todo lo que se echaba a la boca le sabía a cartón. Entre otras manías, le cogió tirria a su marido. Las viejas de la cuadra le recomendaban que fuera buscando nombre para niño, pues cuando los embarazos se venían con tantas molestias era señal inequívoca del nacimiento de un varón. Una de ellas, que tenía fama porque leía el tabaco, le puso la mano sobre el vientre y luego de rezar algo en una lengua desconocida, asintió con la cabeza y dio su veredicto: Es varón.
Uldarico tuvo que arreglar la casa por su cuenta porque las latas de zinc del techo dejaban pasar el agua y por los huecos de las paredes de embutido se colaba el viento frío. En esas condiciones nació a mediados de 1937 Víctor Manuel, el tercero de los Venegas Rodríguez. Paulina tenía tres años y Lucila, seis. Como si se dieran sus mañas para procrear por trienios. La de Génova fue una buena época para la familia. A Uldarico no le faltaba el trabajo y pudo volver a paladear unas cervezas. María Isabel tuvo un poco de sosiego y se dedicó a levantar a sus muchachos. Lucila entró a estudiar en la única escuela de primaria que había por aquella época, pero no la dejaron superar el primer año.
La maestra notó que a Lucila no la matriculaban en el segundo año de primaria. La niña no había asistido a clases en la primara semana. Entonces fue hasta la casa para hablar con los padres. Les dijo que el estudio era necesario para el progreso de toda persona, que el conocimiento abría todas las puertas que la ignorancia mantenía cerradas. Les quiso tocar el orgullo resaltando a Lucila como una estudiante sobresaliente a quien le deparaba un futuro promisorio. Uldarico e Isabel no aceptaron argumentos. Nada sirvió. Uldarico, fiel a la terquedad del campesino, se mantuvo en sus trece: Lucila no volvería a la escuela y empezaría el aprendizaje de un oficio al lado de su madre.
—¿Pa´ qué estudio las mujeres? ¿Pa’ qué van a ir a la escuela? Allá van es a aprender a escrebirle cartas a los novios. Y pa’ saber que uno más uno es dos, no necesita estudiar tanto que pa’ eso están los dedos. Lo que hay es que enseñarle a hacer el oficio de la casa; que aprenda a barrer, a lavar la ropa, a tender las camas, a cocinar… eso es lo que tiene que aprender pa’ que se defienda en la vida cuando consigan marido —era la filosofía práctica de su vida.
***
El empleado de la recién creada alcaldía de Génova llegó con un sobre de bordes rojo y azul, preguntando por don Uldarico Venegas Farján. María Isabel por poco sufre un desmayo. Ella había escuchado que en los pueblos y en las fincas oían pasos tarde de la noche, gente pisando duro por los corredores de las casas, deteniéndose cerca de la puerta de entrada mientras soltaban comentarios en voz alta para que los de adentro oyeran. Pero no eran comentarios de cosas baladíes sino advertencias, amenaza de muerte, insultos. Al Día siguiente el primero en levantarse encontraba un papel doblado que los pasos habían tirado por debajo de la puerta. Al abrirlo saltaba a la vista el dibujo de un ataúd, una cruz o una calavera dibujados de manera tosca al final del escrito.
No faltaba que el destinatario del mensaje supiera leer. Podrían interpretar los dibujos sin lugar a equívocos: En letras e imágenes les estaban diciendo que debían irse. Y antes del siguiente amanecer ya todos estaban lejos.
María Isabel quiso ver al trasluz qué contenía el sobre, pero no fue posible. Esperó con impaciencia la llegada de su marido. Al caer la tarde, Uldarico asomó por el puente que a diario cruzaba para entrar al pueblo, viniendo de El Porvenir. Reflejando en su rostro la angustia acumulada durante el día, Ella le entregó la carta como si le depositara en su marido algo tan frágil que en cualquier momento saltaría en pedazos. Uldarico lo abrió.
El papel no tenía dibujos de ataúdes ni cruces ni calaveras, lo que daba un poco de sosiego. Para saber qué estaba escrito, Uldarico sostuvo el papel en sus manos, como si se concentrara en su lectura. Luego fue donde el vecino que tenía un hijo en tercero de primaria y ya leía muy bien. En el papel le mandaban a decir:
Señor Uldarico Venegas Farján
en Génova - Caldas
Lo saludo atentamente desiándole que se encuentre bien de salú en medio de los suyos, despues de este corto saludo paso a decirle lo siguiente, quiero que sepa que yo ando por el Valle en un pueblito que se llama La Tulia con mi mujer y mis hijos, estuve jornaliando un tiempo y luego me dieron una tierra pa’ ministrarla, me fue bien y el patrón me dio un pedaso de loma pa que le pague la mitad y la otra mitad pa irle pagando con el producido, la platica que me sobró del negocio de La Julia se la metí a la finca de aca y la tengo sembrada de yuca y plátano y otras cosas como para nosotros, Benjamín se vino pa’ acá y también le esta llendo bien que esta ministrando una finca de café y el patrón le participa de los beneficios, que en depronto resulta con su pedaso de tierra tanbien Vengase pa acá Uldarico que hay esperanzas pa uste con Chava y los muchachos, que pa eso yo le ayudo,
Se despide de uste muy atentamente
Antonio Venegas Farján
La carta no fue escrita por Antonio ni por Benjamín, pues ninguno de los dos conocía tan siquiera una vocal, pero ahí estaban sus palabras, garrapateadas seguramente por otro que había llegado a segundo o tercero de primaria. Lo que le leyeron fue suficiente para quedar con la inquietud. «La idea era buena», pensaba. Ya iba siendo hora de tener un plante. No aceptaron de inmediato la invitación a pesar de bajar la cosecha de café en Génova y ponerse difícil encontrar oficio en otros menesteres. Decidieron buscar otros vientos en La Tebaida, donde había grandes cultivos de café y a la orilla de la carretera se podían ver las extensas plataneras que formaban cuadrículas hasta la loma. El plátano de La Tebaida tenía tanta fama que lo llevaban a vender por camionados al Valle. Uldarico conocía tanto de un cultivo como del otro. María Isabel, con harta experiencia en preparación de comidas, podría montar negocio de sancochería en la galería. Así fue: tomaron en alquiler una vivienda a las afueras del pueblo y cada uno se fue a buscar lo suyo.
No permanecieron mucho tiempo en La Tebaida. Apenas sí lo suficiente para que María Isabel instalara la sancochería y Uldarico se percatara que la cogida de café no le rendía como antes, pues un dolor como de agujas punzándole al menor movimiento le invadió sus manos, al punto de ser intolerable. Agarrar el machete le costaba soportar el suplicio en las coyunturas. El golpe del azadón repercutía con tortura en los codos. María Isabel le reprochaba que esas dolencias eran por mojarse acalorado cuando llegaba del trabajo, pues él había determinó no volver a lavarse los brazos y los pies con la infusión caliente de yerbas que, en un ritual cotidiano, no dejaba de proveerle Lucila. Cogió, en cambio, la costumbre de bañarse a totumadas con agua fría. En ocasiones el dolor en los nudillos de la mano izquierda era insoportable, obligándolo a quedarse en la casa, donde procedía a aplicarse, tres veces en el día, un ungüento alcanforado recetado por el boticario del pueblo. Decía que le caía muy bien, pero no dejaba de quejarse y se veía que cada vez empeoraba.
A María Isabel no le quedó más que coger las riendas de la obligación y dedicarse de lleno a la venta de comida, con algunas ventajas para la economía familiar: Por una parte, todos comían de la olla grande y en abundancia. Por otra parte, ella era una mujer que, sin caer en la tacañería, estaba consciente del valor de cada moneda y todo excedente lo convertía en ahorro.
Uldarico se volvió más taciturno de lo habitual y cualquier incidente, así fuera el más insignificante, le causaba disgusto. María Isabel también se ponía de mal humor al ver la actitud de su marido. Pero no podía olvidar aquella advertencia hecha por el cura cuando se casaron y que la obligaba a estar a su lado en las buenas y en las malas, hasta que la muerte los separara.
***
«La muerte anda por todos los caminos, a veces con apariencia de hombre agazapado en las sombras de la noche a la espera de aquel que carga con la maldición de ser contrario. No importa en qué lado esté usted, siempre tendrá un contrario. Otras veces -casi siempre- la muerte va en montonera que cae de repente sobre una finca o un caserío, aprovechando la oscuridad y fortalecida con el poder que dan las armas. Va dispuesta a acabar con la vida de todo aquel que se atraviese a su paso. Los asesinos escogen el color político de sus víctimas, la muerte no. Por eso mismo la muerte anda por toda parte mientras los chusmeros van por donde el color de su fanatismo les indica».
***
La gente no entiende por qué un campesino de ruana y alpargata persigue a otro campesino de igual condición y le da alcance hasta matarlo. A los conservadores les dicen que su partido ya no está en la presidencia porque los liberales, enemigos de la iglesia y de la religión católica, hicieron trampa en las elecciones para que el doctor Guillermo Valencia y el General Alfredo Vásquez Cobo perdieran. El doctor Valencia y el General Vásquez Cobo son hijos de Dios, católicos, apostólicos y romanos. En cambio, los liberales son comunistas, ateos, enemigos del santo Papa, perseguidores de los que profesan la fe cristiana. Es lo que repiten a diario los periódicos y emisoras azules. Los liberales, en contraposición, publican editoriales que muestran a los conservadores como los peores enemigos, de los todo liberal debe defenderse al precio que sea, porque están en contra del progreso, de la gente pobre del campo. Hay que ir a buscarlos a sus parcelas, eliminarlos y salvar a la patria de todo peligro. Los liberales afirman que gracias al doctor Olaya Herrera les van a prestar plata a los dueños de fincas para mejorar los cafetales y así todos saldrán ganando. Lo que no mencionan a la gente es que, si el dueño de la finca no tiene buena cosecha y no paga el préstamo, le quitan lo poco que tenga.
A la gente le ocultan que en las ciudades grandes los doctores de ambos partidos se reúnen en los clubes donde los pobres no pueden pisar ni el andén y allí se reparten los puestos del gobierno después de hacer cuentas de los votos recogidos por cada uno. A la gente no le dicen que el doctor que quiere ser presidente debe gastar mucha plata para poder ir de un pueblo a otro consiguiendo votos, pero que esa plata no sale de su bolsillo sino de aquellos a los que después no les cobrarán impuestos y, de ñapa, les devolverán el favor con otros favores más grandes. A la gente no le explican por qué les dicen a los conservadores y liberales del montón que hay que acabar con el otro para mantener incólumes las instituciones, cuando en realidad lo que quieren es mantener incólume el poder y acrecentar la hacienda arrebatándole la parcela al vecino. La gente no alcanza a entender que la matanza no es precisamente por un color político que otro quiere imponer sino por un palmo de tierra o una buena cosecha que otro está codiciando y quiere tener gratis. Nadie pregunta por qué los rojos quieren echarle nudo ciego al poder conseguido o por qué los azules ambicionan tenerlo de nuevo y para siempre. En todo caso, los dirigentes políticos ganan sin moverse de las ciudades mientras el campesinado pierde todo. Hasta la esperanza».
***
El día que escuchó a unos camioneros comentar que Ibagué era muy buena plaza, Uldarico se acercó a conversar con ellos para saber más del asunto. Lo que escuchó le llamó mucho la atención. Fue, entonces, cuando se le metió en la cabeza que a tenían que ir a esa ciudad. Seguramente allá la vida los trataría mejor. María Isabel, dueña de una recién estrenada independencia económica otorgada por el hecho de ser la dueña de una rentable sancochería, se opuso con decisión.
—¿Qué vamos a hacer puallá si aquí estamos bien? Puallá naides nos ha llamado a meter el hocico —expuso con argumento simple.
—Mija, uno está donde tiene que estar y hay donde hay que hacer —fue la respuesta de quien no pensaba abandonar los bríos aventureros.
No valió razón alguna ni advertencias. La sumisión la hizo ceder y la puso en carreras para vender el puesto en la galería, aunque en su pensamiento iba figurando cómo instalaría otra sancochería en Ibagué. «En de pronto mando a hacer otra mesa y agrando el negocio» pensaba. Pensaba que podría llevar a Lucila, que ya iba para los nueve años, para que le ayudara lavando la loza y los peltres y haciendo otros oficios. Aumentaría los ahorros y con ellos vería qué hacer. De pronto una casita.
En un pequeño y viejo camión que partía con frecuencia hacia Ibagué con bultos de yuca acomodaron los corotos. El viaje empezó para los muchachos como una aventura, hasta que el cansancio los rindió y el sueño los apartó de la realidad. Antes de salir el sol estaban en Ibagué, descargando en una esquina de la plaza de Bolívar los costales y demás trebejos que incrementaban sus bienes.
—Aguarden aquí un tantico que ya vuelvo. —Les dijo saliendo a toda prisa hasta perderse en el fondo de una calle.
María Isabel y sus tres hijos estaban asombrados de ver casas tan grandes. En Armenia habían conocido unas con balcones de chambrana y puertas anchas, pero las de Ibagué eran inmensas. La iglesia era tan alta que la torre se veía desde bien lejos. Y la plaza tenía una pila que no era para sacar agua sino de adorno. Por ser domingo las mesas con toldos frente a la iglesia estaban abastecidas de carne, racimos de plátanos hartón, frutas bajadas de la loma, hortalizas recién cogidas, legumbres frescas...
Buscaron sombra debajo de un cámbulo para descansar, sin perder de vista los corotos. Paulina y Manuel se dieron a corretear por la plaza del parque. La gente pasaba mirando de reojo y seguían caminando entre cuchicheos. Dos mujeres de mantones negros se detuvieron para preguntar si ellos eran de los arreados por la violencia que venían del norte. María Isabel intentó responder que antes sí, pero en ese momento no huían de nadie. Prefirió mantenerse en silencio. Era por gusto de Uldarico que estaban ahí, en medio del asombro y la curiosidad, viendo cómo pasaban las horas sin que él volviera con alguna noticia.
María Isabel, previsiva en toda circunstancia, se había aprovisionado de fiambres para despistar el estómago y leche de vaca en botella para Manuel, que recién había aprendido a caminar por su cuenta.
Las horas seguían corriendo. Casi cayendo la noche Uldarico asomó en una esquina. Se acercó caminando con ese balanceo tan suyo, con la mirada clavada en el suelo y sin ganas de llegar. María Isabel notó de inmediato que las cosas no habían resultado como esperaban. Él guardó silencio. Lo único que hizo fue quejarse sin expresar sentimiento diferente al desgano. Ella le devolvió un gesto que resumía el gran disgusto que estaba sintiendo.
—Nooo, mija, como le parece que no conseguí nada. Donde pregunté me dijeron que no había trabajo, que era mejor que nos fuéramos pa’ la loma. Nos vamos, mija, porque esto por aquí quisque está muy malo. Me alvirtieron que mejor ni pa’ la loma pegáramos porque por aquí antes la gente se estaba yendo de huida de los chusmeros —se disculpó con palabras fatigadas.
—¿Si vio, mijo? ¿Si vio? Yo le dije endenantes que naides nos había llamado —replicó ella mostrándose victoriosa.
El camión había descargado en la galería y luego quedó estacionado a un lado de la plaza de Bolívar, esperando carga de regreso. Acomodaron de nuevo los corotos y salieron de vuelta a La Tebaida.
Comenzando el ascenso hacia La Línea el chofer recomendó abrigar bien a los muchachos, pues el frío intenso de la noche los podría congelar.
—Vea le cuento mi don que ahora cinco años la pasajera de una flota que iba para Armenia llevaba mal abrigada a una criatura de tres meses. Cuando llegaron a Cajamarca, donde todos los que iban de paso hacían estación pa’ tomar café y comer algo, la mujer quiso despertarla para darle alimento, pero la criatura estaba muerta. Parecía un bloque de hielo.
El hombre contaba, una tras otra, historias reales que mezclaba, sin pausa alguna, con anécdotas personales en las que tenía siempre el rol de héroe, leyendas urbanas que daban cuenta de hechos increíbles sucedidos a la vuelta de la esquina y mitos rurales que se referían a seres sobrenaturales condenados a espantar borrachos, mujeriegos, aventureros y muchachos desobedientes. Aseguró, haciendo un juramento con el pulgar y el índice en forma de cruz llevados a la boca para producir un sonoro beso, haber visto con sus propios ojos a la Madremonte, todo por haber ido a cortar leña en semana santa.
Al llegar a La Tebaida, bien entrada la noche, las calles estaban desiertas y oscuras. Volvieron a la casa que desocuparan en la mañana. El cansancio les golpeaba la espalda y las piernas; sin embargo, María Isabel tuvo aliento para prender la estufita a petróleo y hervir agua para colar café. Comieron en silencio pan y galletas compradas en la parada de Cajamarca, tiraron colchones en el suelo y se acostaron a rumiar y rumiar la grande frustración de ese día.
***
Antonio Venegas se había vuelto andariego y aventurero, no se sabe si por necesidad, o por mero gusto. Conocía muchos senderos y desvíos y en ese ir y venir terminó en el Valle del Cauca, en un pueblito llamado La Tulia, situado en una hondonada de la cordillera occidental, en el municipio de Bolívar. Allí llegó no por ser liberal convencido, sino porque las circunstancias del momento lo ubicaron en ese partido.
En La Tulia fue donde le redactaron esa carta que envió a Uldarico instándolo a que mirara hacia ese lado como una posibilidad de emprender algo nuevo con su familia. Toño no recibió respuesta. El silencio no significaba que Uldarico no estuviera preparando el terreno. Al contrario: Se quejaba cada vez más a causa de las noticias que llegaban a la tienda o a la galería, lugares que frecuentaba para distraerse desde que el dolor en las manos le menoscabó su capacidad de trabajo.
Una mañana, mientras desayunaba parado en la puerta de la cocina, se animó a soltar el atado de proyectos elaborados en noches anteriores mientras trataba de encontrar el lado propicio en la cama para llamar el sueño.
—¿Qué le parece, mija, si echamos pa’ onde Toño? —dijo Uldarico con cierta duda que lo obligó a titubear.
Remojó en el café un trozo de pan, dejando ir una mirada hacia su mujer para advertir la reacción que pudiera tener ante la propuesta. Ella se quedó callada por un momento. Él no le apartó la mirada, a la espera de ver qué vendría…
—Pues vusté verá, mijo. Pa’ mí que irnos sí es mejor. —Respondió ella.
Por primera vez no hubo reproches ni repulsas. No fue necesario sacar argumentos desde el fondo de sus convicciones. María Isabel había sido alcanzada por el tedio, pero sobre todo por la necesidad de encontrar el sosiego que le era arrebatado por el ambiente de violencia. A diario las noticias corrían de boca en boca dando cuenta de hombres que se seguían matando por el color de un trapo, que eran sacados de sus fincas con amenazas de corto plazo. Había que agregar que los muchachos crecían a la par con las obligaciones. Y aunque Uldarico tuviera como norma que nadie se lleva nada para el hueco, la verdad es que si uno de ellos llegara faltara en este mundo, no tenían con qué pagar el metro de tierra en el cementerio.
***
Subió a un vehículo de transporte público que lo llevaría al Valle del Cauca. En esta ocasión no iba María Isabel ni los muchachos. Lo de ensillar una bestia y recorrer trochas durante horas era cosa que estaba quedando atrás, aunque a él no le era fácil adaptarse a ese cambio. Apearse del caballo, buscar el lugar discreto para orinar y continuar el camino silbando en solitario, no podía hacerlo yendo en los automóviles que habían dejado de ser símbolo de alto estatus social o en los buses que transportaban treinta o más personas en un solo viaje. Los choferes lo sabían y escogían sitios en dónde hacer la parada oportuna para que los pasajeros pudieran aliviar la vejiga y estirar las piernas. La primera fue en Sevilla.
***
«A la gente del Valle le gusta vivir cerca del río Cauca y construir sus casas en lo plano. Por eso, cuando el gobierno cogió baldíos en las dos cordilleras y los repartió entre los que dirigieron la guerra de los Mil Días, las tierras permanecieron inmutables durante años. A los viejos generales y sus hijos les daba pereza agarrar loma arriba para sembrar y luego loma abajo para transportar las cosechas. Dejaron hectáreas y hectáreas sin darle ocupación. Entonces, llegaron los arrieros que desde años atrás devoraban largas jornadas desde Antioquia, bajando por la ruta abierta a golpe de hacha y machete para pasar con sus recuas y, de paso, sentar sus reales a la vera del camino. Fueron arrieros los que levantaron los primeros ranchos, multiplicándolos hasta convertirlos en Salamina, Neira, Manizales, Santa Rosa, Chinchiná, Filandia, Calarcá, Armenia, Circasia, Montenegro, Génova, La Tebaida. A los antioqueños sí les ha gustado la loma. Ellos son felices sembrando en las faldas y parando un rancho en el filo. Al Valle llegaron por las dos cordilleras para asentarse en la parte alta, en esas lomas que los aburridos generales no querían cultivar porque estaban más preocupados por darle brillo a la medallería de latón y linaje a los apellidos incestuados, que a explotar la agricultura de tierra fría. Los calentanos del Valle creyeron que los arrieros eran no más paisas. Se equivocaron. De Cundinamarca, Boyacá y Tolima también bajaron montañeros con acento cantadito arriando recuas de mulas. Aquí se amañaron y se quedaron. Detrás de ellos se vinieron otros de allá mismo, que huían de las matazones o de la pobreza y salían a buscar otra suerte».
***
Uldarico no tenía ascendencia antioqueña, ni de lejos. El espíritu andariego y aventurero tal vez le venía de aquellos que atravesaron con su codicia el mar y medio mundo para traer lo peor de su condición y llevarse lo que no les pertenecía. Lo cierto es que él bajó desde su natal Viotá por los caminos del altiplano, rutas que lo llevaron, sin ambiciones, a la hoya del Quindío.
Él no andaba buscando guacas con oro, ni tierras que no le pertenecían, como los paisas. Si los de Antioquia iban abriendo huecos en las tumbas de los indios o buscando una tira de loma desocupada donde se pudieran sembrar unas matas de café y unos colinos de plátano, el abuelo iba tras de un trozo de tranquilidad para él y su familia. Él solo intentaba hacerle el quite a la zozobra producida por aquellos que cargaban en los ojos odio por nada y debajo de la ruana la misma muerte. «No hay como vivir sin molestar a naides y sin que naides lo moleste a uno», se convirtió en el lema de su existencia. No obstante, fumar sentado en la penumbra del patio, siguiéndole el rastro a la noche que iba cayendo, fue un placer del cual no siempre pudo disfrutar sin sobresaltos.
Él no era cobarde. ¿No había estado en la guerra? ¿No le habían multado la mano izquierda por pendenciero? En su cabeza no tenían cabida las razones de los que miraban la vida a través de un ventanal de cristales rojos o azules y pretendían dejar todo de un solo color. Cuando escuchaba que los del partido conservador eran los verdaderos enemigos, él se quedaba pensando que solo por eso no podía ser enemigo de un campesino que no le había causado ninguna ofensa y que también estaba luchando por conseguir un bocado para sus hijos.
***
«Los dirigentes capitalinos de los dos partidos no zanjaban diferencias enfrentándose a balazos. Nunca lo hicieron. Para matarse estaba el pueblo raso, ignorante, crédulo, al que ya no era necesario darle a tomar aguardiente con pólvora para mandarlos borrachos al campo de batalla, porque ahora le inyectaban fuertes dosis de fanatismo. En cambio, los de arriba trocaban opiniones, discutían, polemizaban y si acaso llegaban a perder los estribos, se insultaban, pero con decencia, manoteaban y daban puñetazos sobre la mesa. Nada más. Entre los jefes del mismo partido las diferencias se sometían a las urnas, como lo hizo Jorge Eliécer Gaitán, un abogado que se fue a Italia a estudiar y regresó cargado de ideas que calaron bien hondo en la gente de abajo. Gaitán les dijo: «Yo soy el pueblo» Y todos le dieron el respaldo incondicional. Quería ser presidente de la República por el partido liberal. Pero otro liberal de copete más alto también quería sentarse en la silla del poder. Al final fue para Mariano Ospina Pérez. Para los conservadores Gaitán era un tipo de ideas peligrosas que arrastraría a todos en un tornado de consecuencias inimaginables. Para los liberales era casi lo mismo. Ambos partidos estuvieron de acuerdo en que era necesario sacarlo del camino. Y lo sacaron».
***
El bus bajó dando saltos por la carretera. Los pasajeros, tranquilos en un comienzo, empezaron a dar zangoloteos incontrolables. Alguien pidió al chofer evitar los baches, pero éste no prestó atención y continuó su marcha. Antes de llegar a la inspección de Corozal cogió la desviación hacia la izquierda, por la vía a Sevilla. A un lado del parque Los Fundadores se detuvo. Los pasajeros bajaron a estirar las piernas. Veinte minutos después reanudaron la marcha.
Uldarico miraba con asombro el paisaje del Valle enmarcado por la ventanilla del vehículo. Desde el último filo de loma la llanura se perdía entre la ilusión de una bruma creada por la distancia. El verde entraba a los ojos en forma de cuadrículas de sembradíos y bosques. Al llegar al crucero de La Uribe hicieron otra parada.
Uldarico notó que el bus había estacionado como para arrancar hacia la izquierda, dirección contraria a la que le habían indicado antes de abordar en La Tebaida. Uno de los pasajeros le confirmó que así era. Había tomado el vehículo equivocado.
—Nooo, mi don. Tiene que bajarse aquí y coger pa’l otro lado. ¿Va pa’l Zarzal? Hubiera cogido el tren en La Tebaida. O se hubiera cogido el bus que se va por Vallejuelo —le dijo el pasajero.
El chofer frenó con brusquedad. Uldarico pasó por encima de cajas y costales y bajó presuroso del vehículo mientras escuchaba un coro de carcajadas de burla. Sintió rabia y frustración. Miró al alrededor y se vio envuelto por la confusión. Fue hasta donde un herrero daba vueltas a la manivela de una forja mientras sostenía un hierro cuya punta estaba al rojo vivo. Sin dejar de observar la maniobra del artesano, se acercó con cautela.
—Buenas, sumercé. ¿Estoy muy lejos de La Tulia?
—Por aquí no conozco esa finca—
—No, sumercé, no es una finca. Mejor dicho, es un pueblo que está arriba en la cordillera y voy pa’allá, pa’ donde mi hermano Toño que sí tiene una finquita por esos lados. Me dijeron que tenía que llegar a El Zarzal y de allí voltiar pa’ Roldanillo—
explicó Uldarico.—Ah... Roldanillo queda pa’ allá, al pie de aquellas lomas. Pues vea, usté verá si espera carro aquí, pero se demora porque ya pasó el de las diez. O se va a pata hasta La Paila y ahí alquila un caballo para ir a El Zarzal. Allá le dirán dónde dejar el animal. De ahí coge carro pa’ Roldanillo y allá puede alquilar otra bestia —le detalló el de la forja, mostrándose más amistoso.
Uldarico salió caminando con paso cansino por donde le indicara el herrero.
***
Después del mediodía los pueblos del Valle se amodorran. El sol hace reverberar las calles y solo se escucha el chirrido de las chicharras. Nadie sale de su casa. Las ramas de los árboles se aquietan y la luz obliga a entrecerrar los ojos. Uldarico no estaba acostumbrado al calor desesperante de la tierra caliente ni a la luz brillante que le hacía lagrimear. Después de pasar por La Paila y seguir las instrucciones que le diera el herrero, arrimó a El Zarzal y prosiguió hacia Roldanillo. Al llegar al centro del pueblo tuvo que poner la mano a modo de visera para definir la imagen de una iglesia de torre alta frente al parque bordeado de acacias y palmeras. Detrás de la iglesia encontró una caballeriza donde consiguió en alquiler una yegua de buen casco para trepar.
Mientras iba cuesta arriba hacia La Tulia Uldarico pensaba en María Isabel y en los muchachos. Su pensamiento iba al paso de la yegua. En las tierras del Valle su familia estaría mejor, todos vivirían sin temores. Toño no le había mentido: esas tierras eran como el paraíso terrenal. Su asombro crecía con cada tramo que subía. Incluso se paró unos momentos a divisar la llanura que se extendía hasta confundirse con la Cordillera Central. Y añoró su pueblo.
La yegua lo llevó, camino arriba, sin que tuviera que tirar de las riendas. El viaje le parecía interminable, quizá porque la región le era desconocida. O por el cansancio que empezaba a pesarle en los hombros y las piernas. Le gustaba el verdor de la llanura, de la cordillera que prometía buenos frutos. Sintió el calor de la tarde y notó que la piel del rostro le ardía un poco. Sumido en la imaginación y sus pensamientos fue haciendo el camino en ascenso para alcanzar el filo de Cruces y luego, en descenso, para llegar a El Retiro. Un anciano, de esos que siempre se ven sentados en los barrancos a la orilla del camino, le informó que estaba a poco tiempo de llegar a su punto de destino.
Subió el tramo final de su destino, una calle en pendiente que lo puso justo en el marco de la plaza de La Tulia, donde podría tomar un café y luego buscar a Toño. No le había avisado de su viaje, ni sabía cómo hallarlo. Pero ahí estaba, lejos de su casa, de su familia, en un sitio a donde su hermano le había prometido prosperidad.
Averiguando con uno y otro, logró orientarse para ir a La Pedrera, la finca que Toño pudo comprar con mucho trabajo para darle sustento a su mujer y sus hijos. No estaba lejos del pueblo. Entregó la yegua en el lugar que le había indicado el de la caballeriza en Roldanillo y se fue caminando.
Caía la noche cuando asomó en la portada de la finca. Toño estaba sentado en el banquito de guadua que prefería para fumar en las tardes. Vio llegar a su hermano. En un comienzo no lo reconoció. Luego, en la penumbra lo distinguió por la forma de andar. Sin embargo, no fue a recibirlo. Siguió fumando con deleite, observando a Uldarico que se apoyaba su cansancio en el estacón del broche.
—Toño, soy yo, Uldarico. Hace días me llegó su carta y aquí estoy pa’ tantiar —indicó el recién llegado, sin formular saludo previo.
El reencuentro no tuvo emociones. Entre los Venegas no se permitían esas manifestaciones de sentimientos extremos ni zalamerías. Ellos pertenecían a esa especie de los impasibles ante casi toda circunstancia. Carecían de los fingimientos a los que se entregan, de lleno y sin timidez, los habituales contertulios de las formalidades cotidianas. Por eso apenas hubo un leve contacto de las palmas de las manos, sin estrechones, como saludan los campesinos. Encarnación salió de la cocina.
—Quiubo, Uldarico, qué bueno verlo por acá ¿Cómo le fue en el viaje? —preguntó la mujer.
—Bien, Encarna. Largo y cansón el viaje —manifestó Uldarico a manera de respuesta.
—¿Y Chaba? —preguntó Toño.
Su voz sonaba distante; sin embargo, una imperceptible sonrisa y el afán de hacer sentir bien al recién llegado dejaba adivinar que estaba complacido de volver a ver a su hermano después de casi diez años de ausencia.
—¿Le apetece algo de comer? Debe estar transido del hambre— dijo Encarnación desde la cocina.
—No crea que no, Encarna. Esto está muy lejos de la casa.
—Esta es su casa, no se preocupe. Le voy a preparar algún bocado y luego le arreglo la cama pa’ que descanse y duerma.
—Ay, Encarnación... vusté tan buena que es...
Toño buscaba palabras que lo acercaran a su hermano, pero no las encontraba. Salió al corredor para sentir la noche avanzando con la frescura y el aroma a monte que tanto le gustaba. Aspiró hasta sentir que la oscuridad penetraba en todo su ser. Largo rato estuvo vigilando sus recuerdos, hurgando en la nostalgia que le producía la presencia de Uldarico.
—Mañana vamos donde el patrón que vive en Bolívar. Vamos a ver si tiene trabajo pa vusté en la otra finca—
***
Mariano Ospina Pérez, hombre de canas prematuras y sonrisa que parecía un tatuaje en su rostro, tenía aspecto del abuelo bonachón de quien nadie dudaría en confiar. Pero detrás de ese rostro amable se parapetaba una mente que algunos calificaban como perversa. Llegó a la presidencia de la república con el propósito de limpiar las oficinas públicas, hurgando en los más ocultos resquicios hasta no dejar ningún liberal ocupando los escritorios oficiales. Sin que se notara demasiado, fue aplicando métodos de exterminio que ya había ensayado con éxito la dictadura en España. Los conservadores dedicaron semanas, incluso meses, para restar contrarios. Los gaitanistas caían de uno en uno, sin que se notara demasiado, según instruían los manuales de la doctrina Roosevelt que los altos y medios mandos del ejército colombiano estaban obligados a aprender de memoria. Hasta nombre le pusieron a ese sistema de exterminio: Purga de baja intensidad, porque la de alta intensidad eran las masacres.
La estocada la dieron el 9 de abril de 1948, cuando asesinaron a Gaitán. El pueblo se sublevó. Bogotá fue el infierno. El presidente fue acorralado en el palacio de gobierno. Sin embargo, Ospina Pérez no perdió la sonrisa ni su cabellera blanca llegó a desordenarse. Acompañado de doña Bertha, su mujer, sobrellevó la situación con algunos pocos soldados que le custodiaban. Los jefes del Directorio Conservador de Boyacá tuvieron la oportuna idea de acudir en su ayuda. Solicitaron la solidaridad de las poblaciones más fieles al partido y La vereda Chulavita del municipio de Boavita respondió con quinientos hombres armados con viejos revólveres y machetes, como en la guerra de Los Mil Días. Mariano Jiménez, un hombre flaco, de rostro endurecido, que sudaba fanatismo y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le pidiera por su partido, llegó a Bogotá en la madrugada del 10 de abril encabezando esos quinientos hombres. Sin perder el tiempo arremetieron contra todo aquél que no levantaba el brazo en nombre del partido conservador y asesinaron a cuanto revoltoso liberal encontraron en el camino.
Pasada la tormenta, el presidente Ospina Pérez aplaudió con entusiasmo el apoyo de los de Chulavita. Los invitó al palacio de gobierno para agradecerles su intervención y fidelidad al partido. En medio del entusiasmo y al tintineo de las copas de licor, surgió la genial idea de crear con ellos una policía secreta especial, fiel al gobierno y al partido conservador e implacable con los liberales enemigos del Estado.
Los gobernadores y los alcaldes de los pueblos no tardaron en copiar la idea, adaptándola a sus circunstancias. En menos tiempo del que se pudiera imaginar, algunos miembros de la policía departamental y municipal fueron reemplazados con gente de otras regiones, con campesinos de pocas palabras, ignorantes, violentos, sin arraigo y sin amigos. Eran montañeros que entraban a la alcaldía con ruana y alpargatas y al rato salían con uniforme y botas de suela remachada con clavos. A los chulavitas, que así empezaron a llamarlos, aunque no fueran de esa vereda, los armaron con escopetas y fusiles Garand. Con esa dotación bastó para debutarlos decomisando cédulas liberales antes de las votaciones. Al sentir el poder que daba un uniforme se dedicaron a matar campesinos gaitanistas y a todo el que llevara un asomo de rojo. La orden desde los despachos departamentales y municipales era eliminar a los de abajo para que, cuando le tocara el turno a los de arriba, fuera demasiado tarde para ellos y no tuvieran con quién responder. Las mujeres atareadas en la cocina los veían por entre las latas de guadua. Subían en grupos de cuatro o cinco por el camino. Desde la distancia eran reconocidos porque andaban con fusil a la espalda y machete al cinto. No se molestaban en esconderse ni fingían ser lo que no eran, pues los protegía la aprobación oficial otorgado por el gobierno, como si fuera una licencia plenipotenciaria.
Con el tiempo no quedaron gaitanistas.
Entonces los chulavitas pusieron el ojo en los evangélicos, los comunistas, los ateos, los que se sentaban a criticar el gobierno, pues de todo había en la viña del Señor, pero los elegidos de Dios eran los conservadores.
A los chulavitas se unieron otros hombres que no necesitaba uniforme gris para matar, confundiéndose en una sola fuerza letal. De la policía municipal apenas quedó el nombre. El sueldo ya no salía de las arcas de la alcaldía sino de los dirigentes conservadores, de los terratenientes, de los dueños de las fábricas, de los que compraban el café en grano a precio de bagatela y lo vendían como si fuera en morrocotas.
Los chulavitas dejaron de seleccionar a sus víctimas. Olvidaron lo de la purga de baja intensidad y pasaron, sin formalizar transiciones, a los mensajes amenazantes tirados por debajo de la puerta, a las masacres de grupos familiares señalados, por sus nuevos benefactores, como sospechosos de tener tinte rojo. Al cabo del tiempo se dedicaron al lucro por vías del chantaje y la extorsión, a la quema de ranchos y cosechas, a las aplanchadas con machete.
***
No habían transcurrido tres días desde su llegada a La Tulia y Uldarico ya se encontraba con el canastillo amarrado a la cintura. Dos semanas después pudo mandar por María Isabel y los muchachos. En un comienzo acomodaron los trebejos en el caedizo de guadua y palmicha que levanto junto a la cocina. En la noche tiraban colchones y ruanas sobre el entablado del salón para dormir.
Toño tragaba en silencio la preocupación al ver cómo su hermano se esforzaba en ocultar las dolencias. Le notaba las manos más hinchadas después de cada jornada. Con dificultad podía sostener algo medianamente pesado y los nudillos le sobresalían más de lo normal deformándole los dedos. Uldarico se quejaba a cada rato del dolor en las rodillas y en los codos. Aún no era un anciano, eso se podía ver a pesar de su cara surcada, pero tampoco era el mocetón que se echaba al hombro un bulto de cinco arrobas como si nada. Las rayas en el cuaderno de apuntes, en donde se anotaban los canastillos de café, eran menos. No obstante, por seis años estuvo aquí y allá, un tiempo en Primavera, otro tiempo en Betania haciendo todo cuanto sabía, sobre todo en la recolección cafetera.
Un domingo, estando en el pueblo, escuchó que el dueño de El Horizonte buscaba mayordomo para que administrara la finca. Tenía una cafetera no muy grande. Y platanera de hartón. Se ubicaba en la vía a Bitaco, con entrada por un camino de unas dos cuadras y estaba a unos dos kilómetros y medio de Betania. Uldarico averiguó dónde encontrar al dueño.
Al día siguiente bajó a Roldanillo. El dueño de El Horizonte era don Segundo Mejía, un caramanteño que le puso ese nombre a las veinte plazas de lomas y potreros porque el día que las compró subió hasta el cerro que servía de lindero y desde allí divisó la torre de la iglesia y los techos de las casas del pueblo de Betania y, más allá, un paisaje de verdes que se prolongaban hasta lo que él consideró era el horizonte.
No hablaron mucho. Lo acordado no quedó en ningún papel, pues para ellos las formalidades de un contrato tenían menos validez que la palabra empeñada. Al fin y al cabo, ninguno de los dos sabía leer ni escribir. Para cerrar el trato caminaron cuatro cuadras hasta El Corredor Polaco, la tienda que quedaba frente al parque, donde se dieron la mano después de echarse a la garganta dos tragos dobles de aguardiente amarillo.
Uldarico se estrenó como administrador de finca con la ayuda de dos jornaleros conseguidos por don Segundo para levantar las sementeras y preparar la siguiente cosecha. El entusiasmo por verse trabajando casi que por cuenta propia lo hacía levantar más temprano. Inspeccionaba la cafetera, apuntalaba las matas de plátano, desmatojaba el potrero con gancho y peinilla y todo el día buscaba en qué atarearse.
María Isabel no se quedaba atrás de su marido. La mañana la dedicaba a los oficios de la casa y después del mediodía salía al monte a conseguir algunas chamizas y ramas secas para el fogón o a desyerbar el jardín. Si Uldarico no estaba, era ella quien se encargaba de arrear las vacas hacia el corral y de picar la caña para los caballos. Parecía no sufrir de cansancio.
***
A mediados del 39 empezó a sentir las maluqueras del cuarto embarazo. Al tercer mes del 40 nació Rosaura. Su llegada ocurrió en la misma finca El Horizonte, en medio de un aguacero que desbordó ríos y quebradas. Abajo, por el San Quininí, bajó una palizada que antes había hecho tupia en la parte alta de la cordillera. Si la partera no pasa antes de la crecida del río, Rosaura habría sido una historia bien diferente. Pero Laura Quiceno, quien también sabía adivinar la suerte con el naipe y leer la ceniza del tabaco, llegó justo a tiempo para atender el parto y darle la bienvenida a una niña de escasas carnes y aspecto esmirriado.
—Da lástima esta criatura. Si llega a ver el sol de mañana, es todo un milagro —sentenció la partera.
Rosaura no solamente vio el sol del día siguiente. Conforme iba creciendo mostraba un espíritu inquieto, rebosante de vitalidad y desacatos. Era como el viento que se encajonaba en el cañón de Garrapatas y salía impetuoso hacia el valle. A Uldarico no solo le crecía la familia. Sus dolencias iban aumentando sin que acudiera a médico ni a paliativos diferentes al agua de yerbas, los linimentos aromáticos o las pomadas que cada mes, por los días de feria, llegaban vendiendo los guambianos y paeces. Si trabajaba era por fuerza de esa obligación que ahora era de cinco bocas, aunque para las tareas pesadas tenía a los dos jornaleros. Por suerte la finca daba leche y plátano y yuca de sobra. Y en la huerta de María Isabel nunca faltaba el buen tomate y otras legumbres.
III
LAS ETERNAS NOCHES DE BETANIA
—Misiá Isabel ¿ya supo lo que pasó ayer en la tarde en Bogotá? —le preguntó la vecina asomándose por encima del cerco de guadua que separaba los patios de las dos casas
—¿Qué pasó? —contestó María Isabel, sin mostrar interés alguno, sin darle mucha importancia al tono alarmista con que la vecina llamaba su atención. Después de todo, era una vieja con fama de ir regando bochinches por donde pasaba.
—¡Pues que mataron a Gaitán, misiá, lo mataron! —exclamó la vecina. —Quizque en Bogotá eso está alborotado. Figúrese que en el radio de don Gustavo Mejía, el de la fonda, dijeron que había un poco de muertos y que estaban acabando con Bogotá. En otras partes también está revolcado— siguió contando.
—¡Virgen santísima! —dejó escapar María Isabel su asombro. Esta vez las palabras de la vecina no tenían ese tono que tanto le fastidiaba.
En el radio Zenith de don Gustavo también decían que los liberales echaban la culpa a los conservadores. y que los conservadores aseguraban que el asesinato del caudillo era obra de un complot del comunismo internacional. Los gaitanistas entraban en tropel tomándose las emisoras para difundir consignas que incitaban a la toma del poder. En varias ciudades y poblaciones los alcaldes eran sacados a empellones y patadas, las oficinas eran ocupadas por los exaltados.
Días antes se habían escuchado en el mismo Zenith los discursos de Jorge Eliécer Gaitán, unas veces agitando los ánimos y esparciendo arengas que de manera inevitable azuzaban al odio oculto bajo la capa del derecho a defenderse de las agresiones de los conservadores; otras veces moviendo a los suyos para que desfilaran en silencio y con antorchas por las calles de la capital. Ahora oían los recuentos de la vida del caudillo y la fanfarria que precedía a la voz del locutor anunciando la noticia extra, el informe de última hora dando cuenta del paso de los mensajeros de la muerte por todo el territorio nacional. Durante tres días no se habló de otra cosa.
El gobierno recuperó el control con la intervención de la fuerza pública y la colaboración de los conservadores más sectarios. Mientras tanto los periódicos mostraban en primera página fotografías que la avidez de imágenes dantescas comentaba con morbo. Se anunciaban días sombríos para este país.
***
El miércoles 3 de agosto de 1949 Víctor Manuel estaba en el monte recogiendo leña seca para el fogón. Esa era una de las tantas tareas que se le había encomendado en la casa por ser uno de los dos hombres de la familia. Había salido temprano en la mañana, sin olvidar el puñado de sal, el untado de manteca y la cauchera para cazar algunas aves, pues le gustaba atravesar cafetales y plataneras y llegar al cerro o al filo de la loma con algo en la mano para asar. Nadie, en los contornos, lo superaba. Agachado, oculto tras los arbustos, la cauchera lista para soltar la piedra -de las más redondas recogidas el camino- se iba tras el arrullo de las torcazas moradas o permanecía inmóvil por largo tiempo esperando oír la carrera de las perdices que hacían nido en los matorrales. Cuando lograba tumbar una, la desplumaba a toda prisa, le arrancaba la cabeza, la destripaba y atravesaba con un palo delgado para ponerla al fuego o a las brasas. Sabía, con esa sabiduría que sólo se adquiere viviendo en el campo, que únicamente eran comestibles las aves que se alimentaban de semillas. Las que comían gusanos o carne, no.
Esa mañana Manuel alcanzó a ver, desde lo alto del filo, una caravana por el camino real. Eran más de cincuenta personas que subían a pie y a caballo. Al comienzo no les prestó mucha atención pues pensó que era una procesión religiosa, pero luego escuchó lo que parecía ser la detonación de un arma de fuego. Fue solo un estallido que retumbó en las montañas. Pólvora no era, pues todavía faltaban cuatro meses para diciembre. Con la agilidad que es posible exhibir cuando aún no se tiene los catorce años de edad, tiró el atado de leña recogida y corrió loma abajo saltando barrancos y esquivando ramas hasta llegar a la casa que hacía parte de la finca El Horizonte.
—¡Apá! ¡Apaaa…! —gritaba el muchacho bajando por el caminito que su mamá llenó de vida con pensamientos, achiras, geranios y otras plantas que permanecían florecidas todo el tiempo.
—Mija, saque unos costales y unas cobijas y echemos pal cerro que viene la chusma —indicó el viejo, advirtiendo, además, que había que correr porque los pájaros ya estaban cerca. María Isabel, ducha en esos menesteres, se dio prisa.
¡Esos malditos bandoleros! Uno aquí tranquilo buscándose la comidita y ellos vienen a joder la vida —agregó, sin poder ocultar una mezcla de indignación y preocupación.Desde aquella madrugada cuando salió de Viotá, Uldarico tuvo que vivir acosado por las amenazas y los hechos de muerte que lo seguían como jauría al acecho sin decidirse a atacar. Desde la guerra eso se convirtió en algo parecido a su sombra, algo que trataba de evitar, pero ahí estaba acompañándolo de día y de noche. En cuanto le era posible, desviaba el rumbo para no encontrar a los forasteros que iban por los caminos en pequeños grupos, agotando el camino sin afán y deteniéndose en las casas para preguntar con altanería por fulano o zutano o por toda familia. A veces estaba en el tajo cosechando el maíz o desvainando el fríjol y a lo lejos alcanzaba a observar movimientos sospechosos de gente que no distinguía con precisión, pero que a todas señas eran desconocidos. Entonces, interrumpía la labor y buscaba escondite entre los arbustos o se arrojaba entre los matorrales, sin perderlos de vista. Permanecía largo rato escondido, hasta que los extraños se perdían a lo lejos y la confianza regresaba.
Uldarico sintió, como nunca antes, el miedo de ser señalado el día que se enteró que su vecino, el nuevo encargado de la finca La Floresta, parecía un agregado, pero en verdad era uno al que los pájaros habían puesto ahí para hacerle la vida imposible al mayordomo principal o para que informara de los liberales que se escondían en la región con la esperanza de no ser delatados.
Es que los pájaros llegaban a las fincas de los liberales y le decían al mayordomo que ahí quedaba fulano de tal para hacerse cargo de la administración de la tierrita, porque en adelante no se partiría con el dueño por terceras sino por mitad. Ahí quedaba el fulano posesionado, mientras que el mayordomo principal apenas sí podía cruzar los brazos mientras buscaba para donde irse. Al final los dueños no recibían ni terceras ni mitades y perdían el único medio de sustento, esa esperanza que tanto sacrificio les había costado. La agitación se apoderó de los sentidos de Uldarico. El Horizonte no era una finca grande, pero de seguro ya le habían puesto el ojo encima.
El aviso de Víctor Manuel le dio un motivo grande para pensar en muchas cosas. Los pájaros caerían en cualquier momento, pues el dueño era un liberal a quien le había tocado huir de Roldanillo hacia Cali, llevándose el miedo y la incertidumbre de un futuro del que ya poco le quedaba.
Al momento de mencionar la montonera salvaje, él no lograba hacer la diferencia entre bandoleros, chusmeros y pájaros. Para él todos eran los mismos asesinos llenando el campo de lágrimas y sangre. En Cundinamarca y en Caldas supo de matones liberales y matones conservadores que dejaban, por donde pasaban, el rastro de su letal decisión. Todos eran iguales: hombres sin alma, armados con lo fuera útil para matar y sin ningún problema de conciencia al momento de accionar el gatillo o caer con el machete sobre quien encontraran de casualidad en el camino. Algunos cargaban garrotes para no hacer bulla cuando llegaran a las veredas o a las fincas con el fin de acabar con la gente cuyo único pecado era ser de un color político diferente o trabajar de sol a sol en lo propio para conseguir la comida y algo qué ponerse encima. Todos, bandoleros, chusmeros y pájaros, mataban sin remordimiento, como si desgajaran naranjas de la rama que colgaba del otro lado de la cerca.
—Salgan bien agachados y vayan subiendo despacio, pero no se dejen ver.
Los muchachos salieron en dirección al cafetal. Luego cogieron por la vega hacia la cañada, subieron por el humedal al abrigo de la vegetación y al poco rato alcanzaron el cerro. Desde allí se podía ver Betania y algunas casas de finca aferradas a las faldas de las lomas. Se sentaron al pie de un guarumo esbelto, de hojas grandes y palmeadas. Desde ese refugio ellos podían ver hacia toda parte, pero de ninguna parte podían ser vistos. Al poco rato aparecieron Uldarico y María Isabel. Descargaron los costales, sentándose en la yerba a esperar. Nadie soltaba palabra. Uldarico hizo con la mano una señal de alerta al ver que por el caminito de las matas y las flores que tanto cuidaba María Isabel se acercaban a la casa ocho personas. Llegaban a pie y desde lejos podía distinguir los fusiles atravesados en la espalda. Cuatro entraron a la casa. El resto aguardó en el corredor. Por momentos Uldarico los perdía de vista, pero luego reaparecían. Después llegaron otros, tal vez seis más, que corrían de un lado a otro rodeando la casa. Los buscaban, no había duda. Quizá no a los Venegas, específicamente, sino a los moradores de la casa. Después de todo, a los dirigentes políticos para los que los bandidos trabajaban les importaba mucho la filiación de los que vivieran en los contornos, aunque su verdadero interés estaba en las fincas. Casi media hora después la caravana siguió por el camino al pueblo, a Betania.
María Isabel dijo a su marido que era mejor esperar un rato porque tenía mucho miedo. Sí, era lo mejor. Él también tenía miedo, para qué negarlo. Pero no era el miedo de los cobardes. Era una mezcla de rabia e impotencia que se le había acumulado desde los tiempos de la guerra, cuando sentía pasar las balas por encima de la cabeza o veía caer a quien tenía a su lado y armado con una escopeta de fisto tenía que disparar contra la montonera del otro bando sin saber a quién le había quitado la vida; porque si él no lo hacía, no sobreviviría. Era la única opción. Era el mismo miedo que le bajó por la espada cuando en Tibacuy casi le tumban la puerta a machetazos y, desde adentro de la casa, él sopesaba el futuro de su mujer y su primera hija… El mismo miedo que lo siguió, como perro hambriento, por cada uno de los pueblos recorridos y vividos hasta ese momento.
Decidieron quedarse hasta que el peligro estuviera lejos. La decisión fue acertada, pues al poco tiempo pasó otra caravana, compuesta por más hombres que la anterior. Iban a caballo y en esta ocasión pasaron de largo por el camino real. La tarde ya estaba cayendo y el cielo empezaba a encapotarse sobre las lomas en dirección a Bitaco. Uldarico apenas sí lograba detallar algunos movimientos; sin embargo, calcularon que aproximadamente sesenta hombres se dirigían a Betania, contando los anteriores. Era extraño, pues faltaban quince días para la feria mensual y nadie había comentado de otras fiestas distintas de las patronales de Nuestra Señora del Carmen que se habían celebrado tres meses atrás. Al oscurecer María Isabel extendió costales, dando orden a los muchachos de acostarse callados. Ella y su marido permanecieron sentados, vigilantes, alertas a cualquier ruido.
A eso de las siete de la noche escucharon detonaciones. Sin duda alguna venían del pueblo. Uldarico subió a lo alto del cerro y desde allá vio las luces de las Coleman que titilaban como cocuyos. Logró distinguir algunos destellos que acompañaban el golpe seco de las detonaciones. «Están haciendo tiros» fue lo único que atinó a pensar. No alcanzaba a escuchar nada más, pues el pueblo, aunque parecía estar allí nada más, estaba lejos. Un mal presentimiento le llegó aleteando como ave de mal agüero cuando las lámparas perdieron definitivamente su luz.
—Nada bueno debe estar pasando en Betania —susurró Uldarico dejando salir las palabras para nadie.
María Isabel rezongó algo a sabiendas que su marido había cogido la costumbre de hablar solo. Luego, lo único que pudo escuchar fue el chirrido acompasado de los grillos que se apagaba cuando los muchachos daban vuelta para acomodar el sueño. Aunque eran conscientes del riesgo en que se hallaban, no alcanzaban a calcular su real dimensión y el sobresalto no lograba perturbarlos. Casi clareando bajaron a la casa. María Isabel encontró la cocina patas arriba. Los bandoleros desocuparon las ollas, rompieron platos, no dejaron nada de la remesa guardada en la rústica alacena de madera que Uldarico elaboró en las tardes, después de la jornada de trabajo. Hasta un racimo de plátanos verdes, colgado de una de las vigas arriba del fogón, se llevaron. Algunas gallinas faltaban en el corral.
Uldarico alistó a Zepelín, su caballo favorito, para bajar a Betania. La jornada era de casi media hora. Mirando con recelo hacia adelante y a los lados, descendió por el camino estrecho que, al final, se adentraba dos cuadras en el pueblo hasta desembocar en la plaza. Solo encontró, dormitando bajo la sombra de una acacia, a un viejo de delantal arriero tan sucio como su ropa, raído sombrero de fieltro y estropeado carriel antioqueño. Uldarico lo conocía porque en los días de mercado acostumbraba rondar las cantinas, parándose en las puertas a mendigar una cerveza o un trago de aguardiente. Era un viejo que, diez años antes, solía atravesar la mitad de Antioquia y todo Caldas arreando una recua de veinte mulas y caballos con carga de mercancía para los almacenes de Betania, Primavera, Naranjal y La Tulia. El trajín y los años le quitaron bríos y fuerza. Cuando ya no tuvo bestias qué arrear, buscó un andén en el pueblo y allí se quedó esperando. Nadie le dio la mano.
—Días, Arcesio ¿Y la gente?
—Encuevada, mi don.
—¿Cómo así que encuevada? ¿Y eso?
—Eh, ave María, mi don ¿Es que no le han contado lo de anoche?
Arcesio, vivía del bocado de comida que le daban a cambio de hacer un mandado o llevar una razón. Con el inconfundible acento del montañero antioqueño le contó a Uldarico que unos borrachos habían llegado a caballo en la noche haciendo alboroto en la plaza. Llegaron enfusilados y con revólver al cinto. Algunos tenían cananas cruzadas en el pecho. Tomaban aguardiente como si fuera limonada, pasándose las botellas de mano en mano. Solo se oían los insultos y la amenaza de que acabarían con todo lo que se encontraran. Los más bullosos se dedicaron a apostar carreras por el caserío y golpear ventanas con el palo del zurriago. Estaban como poseídos por el demonio. Estrellaban botellas contra el frente de las casas y daban patadas a las puertas. Cuando decidieron marchar, al ver que no era el momento para actuar porque, antes que ellos, había llegado gente de La Tulia para reforzar el pueblo, gritaron como mariachis y aullaron como lobos, amenazando con volver. Pero se notaba que no estaban muy entusiasmados. «¡Viva el partido conservador! ¡Viva Laureano Gómez! ¡Viva nuestro señor Jesucristo y la santa iglesia católica!»
Ese fue el primer vuelo de los pájaros sobre Betania.
***
En Betania no existía una oficina como las del gobernador. El inspector de policía, hombre corpulento de cojitranco paso, nombrado por el alcalde de Bolívar por recomendación del directorio, atendía en un rancho de paredes que pedían en vano una capa de cal. Las temporadas de lluvia forzaban a correr estantes, cubrir con papel encerado cajas de documentos y poner ollas para recoger las goteras. Un taburete con cojín de paja para darle alivio a las posaderas y un destartalado escritorio que se sostenía sobre tres patas y dos ladrillos era todo el mobiliario a disposición del empleado municipal para despachar los asuntos oficiales.
En cambio, la oficina del gobernador era amplia, confortable, aireada, bien amoblada, incluso se podría decir que era lujosa. El gobernador Nicolás Borrero Olano, de familia rica por derecho adquirido mediante el esfuerzo y el sudor ajeno, ostentaba un oscuro pasado que le fue suficiente para hacer méritos y posicionarse bien alto en la sociedad caleña. Con su hermano Guillermo y otros parientes administraba el Diario del Pacífico, periódico que la gente compraba solo por indicar que estaba de acuerdo con la doctrina conservadora o, al menos, que no era liberal. Borrero Olano no mostraba timideces a la hora de expresar sus ideas extremas. Dios, patria y familia fueron las tres columnas sobre las que asentó ese fanatismo que imponía a todo precio y mediante los métodos menos convencionales. Los editoriales tendenciosos, las columnas de opinión cargadas de odio, las noticias contadas a medias o del todo distorsionadas llegaban a las manos de los lectores dispuestos a aceptar todo como una verdad absoluta. Su presencia destacó de inmediato en el círculo más selecto de los extremistas de su partido hasta escalar el peldaño de la jefatura máxima del Directorio Departamental Conservador. Otro no hubiera podido ser el elegido: Tenía dinero, era devoto de la virgen y mostraba ser el más decidido defensor del partido conservador. Borrero Olano dispuso de inmediato que la consigna del señor presidente de la república fuera ejecutada al pie de la letra y todos los liberales del Valle fueran aplastados. Así fue. Con el beneplácito de empresarios y hacendados logró que en una región cundida de liberales mandaran los conservadores y que, de sur a norte, por las dos cordilleras que a duras penas lograban contener la voracidad de los cañaduzales, el color azul cobijara toda la comarca.
El comienzo como depurador político de la región le valió el aplauso de su partido. Mariano Ospina Pérez firmó entusiasmado el decreto de nombramiento como gobernador del Departamento. Las campanas de las iglesias anunciaron el triunfo de su hijo predilecto. Los empresarios caleños celebraron con alborozo. El Directorio Conservador expidió un comunicado expresando la satisfacción de estar representado, mejor que nunca, en el palacio de San Francisco.
Al día siguiente a su posesión Borrero Olano madrugó a su nueva oficina. Como primer acto oficial, le dio a su secretario privado instrucciones para que redactara el texto de convocatoria a una reunión con dirigentes empresariales, hacendados, ganaderos y agricultores, comerciantes y representantes de los gremios que movían en grandes volúmenes la economía de la región, con el fin de tratar el asunto de la defensa de sus intereses. Era necesario hacerlo. Había que rescatar las tierras invadidas por gente ambiciosa que venía Antioquia y de otros lados a apoderarse de todo. Ahí estaban los títulos otorgados por el gobierno a las familias notables de Cali y Buga y otras del norte del Departamento, representativas del espíritu emprendedor de la patria, como los Uribe Uribe, de sangre roja, pero de corazón azul. Ahí reposaban en las Notarías, desde hacía más de cien años, las escrituras que convirtieron a sus abuelos y a sus padres en dueños de latifundios tan extensos que era necesario recorrerlos a caballo durante dos días. No podían permitir que extraños desarrapados vinieran a arrebatarles lo que a ellos les pertenecía desde antes y tendría que pertenecer a sus hijos y después a todos los descendientes. La familia era primero. Además, era necesario tener en cuenta que los invasores eran liberales y el presidente de la república había dado la orden de conservatizar los departamentos donde ese partido se había asentado.
La orden, desde luego, no fue expedida mediante ningún decreto ni estaba escrita en ningún papel. Pero el doctor Ospina la había dado -tal vez en clave, en un comentario suelto entre sus confidentes el club, mientras paladeaba una copa de fino licor- y había que cumplirla al pie de la letra. Si acababan con los liberales, si los borraban de la faz de la tierra, las instituciones prevalecerían, la patria estaría a salvo y las familias podrían vivir en paz.
***
La mañana del viernes fue soleada. Muy cumplidos fueron llegando los invitados que, de inmediato, ingresaron al despacho del gobernador. La reunión inició con todas las formalidades y transcurrió en un ambiente de camaradería, bajo la conducción del doctor Borrero Olano. Las formalidades sobraban. El grupo de personas allí congregadas se conocían. Ya había actuado por su cuenta y bajo el resguardo de las apariencias. Cada uno ya había puesto mano dura contra los que llegaban a clavar cuatro estacas para armar un rancho y así tomar posesión de lo que no les pertenecía. O contra aquellos que iban a las empresas a endulzarle el oído a los trabajadores con el cuento de la exigencia de sus derechos y las reivindicaciones laborales, convenciéndolos de pedir más y más. «No cederemos ni un milímetro», corearon los asistentes. No en vano el gobernador, hombre rico como ellos, les daba la oportunidad de hacerlo a la luz del día y sin riesgos de tener enredos con la justicia.
Nadie puso reparos a la propuesta de crear una facción compuesta por elementos sin escrúpulos -como ellos- y dispuestos a darles protección y algo más. El gobernador manifestó que con unos trescientos hombres sería más que suficiente. Frotándose las manos con satisfacción agregó que la policía departamental y la que había en los municipios por cuenta de las alcaldías eran aliadas y todos terminarían trabajando en coordinación y a nombre de la autoridad instituida. Explicó con lujo de detalles que ese grupo no oficial sería provisto de armas oficiales y otras que la policía y el ejército tenía en la bodega de decomisos. Serían financiados con dineros aportados voluntariamente por los allí reunidos y los demás que se fueran adhiriendo a la causa, para lo cual se conformaría un comité que administraría todos los recursos. La gobernación, Desde luego, estaría haciendo acompañamiento permanente. El doctor Borrero Olano fue muy claro en advertir que el ejército era su mayor y más fuerte aliado porque el coronel Rojas Pinilla, comandante del batallón Pichincha, era un conservador de camándula y fusil que estaba ahí para defender la vida, honra y bienes de los copartidarios. A lo anterior había que agregar que el coronel era amigo personal de León María Lozano, adalid de la soldadesca azul en el Departamento.
En el despacho del gobernador se podía respirar un aire de optimismo que desbordaba y complicidad sin rubores. En el rostro de los reunidos se evidenciaba la euforia exultante. Los ventiladores eran insuficientes para mitigar el calor de una mañana más soleada que de costumbre. El sudor se agolpaba en pequeñas gotas sobre la frente para luego rodar en hilos sobre las mejillas, obligando a pasar una y otra vez el pañuelo. Sin embargo, nadie dejaba escapar queja alguna. Al contrario: Las sonrisas cómplices, los estrechones de manos y las palmaditas en el hombro sellaron simbólicamente el pacto. El acta de compromiso fue puesta sobre el escritorio de caoba para ser firmada. De inmediato se levantaron Bernardo Mejía Henao, Alfonso Garcés Valencia y José Abel Peláez que ocupaban los asientos de adelante. Los demás también acudieron en tumulto. Parecían competir por quién estamparía primero la rúbrica sobre un papel que condenaba a muerte a miles de campesinos de la cordillera.
***
El gobernador Borrero Olano no tuvo que delegar la escogencia de los integrantes del ejército privado, pues ya conocía algunos pájaros del Valle, desde la época en que presidió el Directorio Departamental Conservador. Fiel a los mandatos presidenciales, el gobernador supo, en su momento de jefe del partido, cómo y dónde conseguir los encargados de ejecutar el trabajo desagradable de acabar con los liberales. Con los pájaros se reunía de manera frecuente, antes en el Directorio y ahora en la gobernación o en alguna dependencia oficial de los municipios. Los pájaros eran asesinos al servicio de ese partido, dedicados a quitar de en medio a los liberales, aunque no tuvieron impedimento ideológico para realizar otros encargos por los que eran bien remunerados, convirtiéndose en sicarios al servicio del mejor postor. Así que solo tuvo que coger el teléfono, comunicarse con algunos directorios municipales y funcionarios oficiales de los municipios y citar, mediante ellos, a algunas de esas aves de mal agüero, las de más alto vuelo.
Con una puntualidad de la que suelen modelo los asesinos domesticados por el poder, a la gobernación acudieron Manuel Dolores Vélez ‘Pájaro Azul’, Jaime Javier Naranjo ‘El Vampiro’, Jesús ‘Chucho’ Gordillo, José Vicente Mesa ‘Pájaro Verde’, Uriel Amaya ‘El Pollo’, Marco Tulio Triana Tafur ‘Lamparilla’ y el principal: León María Lozano ‘El Cóndor’, el mismo que se puso a la cabeza de unos conservadores tulueños para defender, con taco de dinamita en mano, la iglesia de los salesianos que iba a ser asaltada por la turba de liberales enloquecidos por la muerte de Gaitán.
El gobernador los recibió con amabilidad exagerada que no dejaba entrever el recelo que sentía siempre que estaba frente a hombres a los que conocía lo suficiente como para no darles la espalda ni por un segundo, pero a los que necesitaba como ejecutores de ese proyecto ideado desde el palacio de gobierno nacional para borrar del mapa de Colombia hasta la más imperceptible mancha roja. Esta reunión no era entre socios de una empresa ilícita con fachada de decencia que iban al mismo club, sino entre compinches criminales que eran conscientes de las diferencias sociales que abrían una enorme zanja entre ellos y el resto de los mortales, en especial de los encargados de cumplir sus mandatos. Sin darle vueltas al asunto, el gobernador les comunicó que en sus manos estaba la responsabilidad material de conservatizar las dos cordilleras y recuperar las tierras que les habían invadido a los patricios vallecaucanos con la intención de no salir de allí. No había que tener contemplación alguna con los liberales, pues ellos eran los usurpadores, enemigos de la iglesia. Extendiendo un mapa sobre la mesa de juntas, señaló los lugares a intervenir. Eran pequeños círculos unidos por líneas curvas de color amarillo que representaban carreteras, caminos, atajos. Con el dedo índice les fue marcando la ruta a seguir, las fincas a quemar, sin pasar por alto las que no serían tocadas porque pertenecían a fieles servidores de la causa, militantes del partido conservador dispuestos a colaborar en el momento en que fuera necesario.
***
Por el galope se podía adivinar la prisa del jinete. Los cascos herrados repicaban con furia sobre las piedras del camino real. La noche ya cubría todo, pero el tercer día de luna llena plateaba el entorno y dibujaba con precisión el contorno de las montañas. Era la segunda arremetida de las aves de mal agüero.
—¡Los pájaros! ¡Los pájaros! —La voz de alerta la daba el hijo de don Joaquín Martínez, dueño de El Rubí y conocido como don Juaco.
Uldarico sacó la cabeza por la puerta, sin entornarla del todo. No lograba ver al que gritaba, pese a la claridad, aunque seguía escuchando el repique del galope alejándose en la noche. Igual que dos meses atrás, cuando Manuel bajó corriendo del cerro para avisar que había visto gente a caballo y en montonera por el camino real, el viejo se apresuró a tomar precauciones.
—Mija, como que vienen otra vez la chusma, cojamos pal monte —susurró Uldarico a su mujer.
Pájaros, chusma, bandoleros… para él todos eran lo mismo: asesinos que llegaban de repente y sin saber de dónde, en manada como perros rabiosos. Si eran conservadores no tenían compasión con nadie. Si eran liberales, ocurría lo mismo. En últimas, los de este lado y los del otro eran como servidores del demonio que iban por todo lado mostrando las ganas de matar por mero gusto y ver sufrir a la gente.
La angustia lo invadió, lo estremeció de pies a cabeza. No comprendía por qué unos hombres que iban a misa todos los domingos con su mujer y sus hijos, llegaban borrachos a los pueblos, tirándole las bestias a los que no se metían con ellos. Les daban bala a las puertas de las casas y después salían echando vivas a su partido. No entendía por qué unos desconocidos, gente que casi siempre llegaban del plan, los arrinconaban de esa forma.
—¿Acaso nosotros le hacemos mal a naides? —reclamaba Uldarico en su confusión.
En esta ocasión no se dirigieron a la cañada para subir al cerro, sino que corrieron hacia el cafetal. Corrieron sin buscar, guiados por el miedo y las ganas de vivir. El instinto los detuvo. Agazapados entre los arbustos esperaron con la zozobra de quienes esperan lo peor. Alcanzaban a ver, no muy lejos, los barrancos de tierra roja frente a la entrada a finca.
—Mija, ¿vusté cerró el broche? —El broche… el estacón asegurado con alambre de púas para que no salieran los animales… Parecía absurdo pensar en eso cuando las preocupaciones eran otras.—Si lo ven abierto, se nos entra esa gente
—Lo dijo con tono que sólo él pudo oír.Para fortuna de Uldarico y su familia, no entraron. Desde el precario escondite vieron pasar la cabalgata. Las nubes habían tapado la luna que había brillado todo el tiempo sobre sus cabezas; no obstante, la poca claridad les dejaba atrapar la silueta de hombres que hacían sonar las espuelas al acicatear los caballos. Pudieron ver cómo levantaban el brazo empuñando revólveres para hacer disparos al aire. Alcanzaron a escuchar las voces gangosas de los borrachos ufanándose de no se sabía qué hazañas personales.
La noticia se regó como pólvora desde el mismo 6 de octubre en la noche, cuando la gente bajaba y subía en doble romería: una hacia La Tulia y otra hacia Betania. Uldarico, parado junto al broche que no había quedado abierto, reunía escenas que, en un comienzo, consideró exageraciones o episodios recogidos en otros lugares y traídos para ser contados en un solo relato.
***
—Mataron a don Eutimio y a don Ignacio, dizque por ayudar a los liberales de Betania —escuchó que comentaban dos de la romería.
—Hablan de más de diez muertos.
—Esto se puso muy feo, Arturo. Pa’ mí que tenemos que buscar otro lado pa’ onde irnos.
—Acabaron con la familia de Jorge Ramírez, el que se vino hace dos años del Tolima corriéndole a la muerte y la muerte lo alcanzó aquí. Usted viera cómo los dejaron…
Entre lo que decía uno y otro y lo que comentaban todos, Uldarico fue tejiendo en su mente una colcha de retazos de terror a la que ni siquiera la imaginación pudo dar forma. Las imágenes llegaban en un torbellino que apenas sí le permitían vislumbrar una realidad que desbordaba todas las posibilidades. Ensilló a Zepelín y emprendió camino hacia La Tulia, el mismo camino que recorrieran los pájaros cuando pasaron por su casa espoleando la embriaguez producida por el licor y la sangre. Cuando iba a mitad de jornada encontró a su hermano Benjamín, el menor, quien montaba bestia enjalmada.
—Ya iba pa’rriba pa’ saber cómo estaban pu’allá —dijo Benjamín, sin saludar, pues entre los Venegas desaparecían del todo las mínimas fórmulas de cortesía.
Le llevaba una carne, porque es que a Toño le mataron el toro más bonito que tenía. Anoche llegaron los pájaros a su casa en La Pedrera y pidieron café. Encarnación, toda muerta de miedo, les coló todo el café que tenía porque la pajaramenta era mucha.***
A Toño lo sorprendió la chusma fumando tabaco en el corredor de La Pedrera, el pedazo de tierra con el que había soñado desde su lejana Viotá. Después de dar por terminadas las labores en la cafetera tomó por costumbre sentarse la raíz de una mata de guadua con una taza de café y mirar hacia la sementara que su mujer cuidaba con esmero. A ellos no los vio. Cuando menos lo esperaba, ya estaban dentro de la finca, con caballo y todo. No los sintió llegar y eso le pareció muy raro porque su oído le fallaba, pero no tanto como para no escuchar la entrada de más de veinte hombres armados hasta los dientes ni el golpe de las herraduras sobre el camino de piedras. Por eso no hizo ningún intento de salir corriendo para buscar dónde esconderse, pues los hombres ya lo habían visto y cualquier movimiento le iba a salir caro. Esa gente le iba a salir caro, de toda manera, pues donde ellos paraban era para hacer daño. Él lo sabía muy bien desde cuando anduvo de un lado para otro, como sus hermanos, haciéndole el quite a la chusma, liberal o conservadora.
A donde llegaba con su mujer y sus hijos, lo primero que descargaba Toño era el miedo, que terminó por pegársele a la piel como una ladilla y solo lograba conjurar siendo conservador donde tenía que ser conservador y liberal donde era conveniente ser liberal. La política le era indiferente y así era con todos los Venegas. Es que no entendía ni sabía para qué le servía, a él y a los que vivían de un jornal, levantar el brazo con la mano empuñada y gritar vivas al partido de aquí o de allá. Lo único que tenía bien claro era que por la política había estallado la guerra y que, si había participado en ella, como Uldarico, fue porque lo llevaron engañado con cuentos. Una vez le preguntó a un amigo cuál era la diferencia entre liberales y conservadores. El amigo no dudó en responder: los conservadores son que se ponen una cinta azul en el sombrero o en la solapa del saco, tienen una estampa de la Virgen del Carmen o del Sagrado Corazón de Jesús y una foto de Laureano Gómez o de Ospina Pérez en la billetera. Los liberales no. Por eso, cuando fue sorprendido fumando en el corredor de la casa, antes que ver el rostro de los recién llegados para buscar a alguien conocido, sus ojos buscaron con afán la cinta, el distintivo azul.
Uno de aquellos hombres preguntó por su filiación política. Toño contestó que era conservador. Pero el hombre, desmontando con la parsimonia del que sabe cómo se apean los que mandan, insistió en saber con certeza de qué partido era. Es que alguien de por ahí había corrido la voz que Toño era cachiporro, de los que salieron del Tolima y entraron al norte del Valle por el cañón del Quindío. No, él no era del Tolima, Pero recordó que el dueño de las lomas sembradas de pasto colindantes con La Pedrera había llegado una tarde ofreciendo compra de la finca. Le había advertido de lo barato que se pondrían las propiedades debido a que el ganado lo estaban trayendo a menor precio del Meta y Caquetá y el café lo querían regalado en los depósitos y trilladoras.
—Los muchachos como que quieren tinto, mi don —dijo el que mandaba, hablando duro. Un tal Jaime Franco. Era un tipo alto, grueso, vestido como para ir al pueblo. Lucía zamarros ajustados y era de los pocos, entre el grupo, que tenía dos cananas cruzadas rodeándole pecho y espalda.
—¡Mija, ponga la olla grande que los señores como que quieren café!
La orden era para Encarnación, su mujer, que corrió a avivar el fogón haciendo viento con la tapa de una olla. Algunos de los jinetes desmontaron. Hablaban con tono alto, pasaban de mano en mano botellas de aguardiente y reían a carcajadas, mientras Toño los observaba con impotencia. El cacareo de las gallinas lo sacó del estado en que se encontraba: los hombres corrían tras ellas, dando alaridos. Luego los vio sacando revólveres y disparando a las aves, como si estuvieran afinando puntería.
—Estos muchachos como que tienen hambre. Mire a ver si su mujer nos hace un sancochito, aprovechando que ya hay gallinas listas pa’ desplumar. ¿Será mucha molestia, mi don? —preguntó el que mandaba, con aire de burla.
—Nooo, qué va… ¡Mija, hágales un sancocho a los señores!
—¿Y cómo cuál es la res más bonita que usted tiene, mi don?
—Pues yo no tengo sino cuatro animalitos, pero El ‘Topo’… El ‘Topo’ es el toro más bonito. Sí, señor, el ‘Topo’ —contestó Toño sin poder ocultar la desazón que le invadía al pensar que si señalaba la res que no era, con la intención de salvar al toro padrón, podría estar firmando la pena de muerte. Seguro que uno de esos hombres ya había estado rondando días antes por la finca, espiando para saber todo antes de volver.
—Pues tráigalo, mi don, porque el hambre es mucha y el camino es largo —ordenó el hombre, tocando el ala del sombrero para echárselo hacia atrás, como si quisiera a dar a entender que la finca era de Toño, pero en esos momentos quien hacía lo que le diera la gana era él.
El animal fue atado en el bramadero del patio trasero. Los mugidos potentes retumbaron en el cañón. Tres de los chusmeros aprestaron un rejo para maniatar el toro. Uno de ellos lo agarró por la cabeza desastada y trató de derribarlo haciendo un alarde de fuerza que fue en vano porque el ‘Topo’ era un animal enorme. Sin duda alguna era el más bonito, no solo de La Pedrera sino de la región. Una detonación fuerte penetró en los oídos de los que estaban en patio, haciendo que todos voltearan a mirar. Un tiro de fusil en la testa bastó para sacrificar al ‘Topo’. Por primera vez el miedo abrió paso a la indignación y Toño, al ver caer al animal, dejó correr unas lágrimas que no pudo contener ni quiso ocultar. Sentía rabia, pero no tenía fuerza ni valor para protestar y menos aún para emprenderla contra aquellos salvajes. En la cocina estaba Encarnación, con el miedo acosándole en el estómago. Sus manos temblaban. Sus hijos Toñito y Ramón permanecían en el dormitorio, tal vez mirando por las hendijas que dejaban los tablones de las paredes. ¿Para qué matar el toro, si Encarnación ya tenía en el fogón la olla grande con seis gallinas? Toño quedó clavado en el patio. Por ver cómo reaccionaba, pasaban dándole empellones, pero él no hacía más que trastabillar sin inmutarse. No valía la pena. Había que esperar lo peor.
En La Pedrera estuvieron los pájaros hasta que se hartaron de sancocho y el que los mandaba dio la orden de salir. Montaron en sus bestias y salieron a todo galope hacia La Tulia, gritando como hienas. Gritaban vivas al partido conservador, pero en medio de la algarabía él solo alcanzó a escuchar la advertencia:
—Cuídese, mi don, porque si llegamos a darnos cuenta que usted es liberal, acabamos con usted y toda su familia y hasta con el nido de la perra. Por aquí volvemos —advirtió el tal Jaime Franco.
***
Uldarico y Benjamín estuvieron en silencio un buen rato. Ninguno de los dos bajó de su caballo. Se quedaron absortos, mirando el camino que terminaba por ocultarse en el recodo. Cuando se hallaban juntos no encontraban de qué hablar. Así estuvieron hasta que el menor de los hermanos indicó que su intención era devolverse a La Tulia.
—Venga pa’ que vea, Uldarico, qué tragedia tan grande —No era una invitación. Benjamín necesitaba compartir su asombro, las imágenes que no podía dejar de ver aunque cerrara los ojos.
En La Tulia, igual que en Primavera, ya habían recogido los cadáveres. En los dos caseríos fueron casi treinta los macheteados y acribillados a tiros y que eran velados sobre mesas, en las camas donde durmieran en vida, sobre bancas o en el piso, cubiertos con sábanas para ocultar los rostros desfigurados a machetazos. Aún no llegaban los dos camiones que partieron hacia las funerarias de Roldanillo, Zarzal y Tuluá.
Las manchas oscuras de la sangre absorbida por la tierra dejaban escapar ese olor entre dulzón y repugnante que siempre queda al paso de la muerte. Uldarico movía la cabeza a lado y lado, en señal de asombro o de incredulidad a pesar de estar frente a una verdad imposible de ignorar.
—Esto no es nada —dijo Benjamín con voz carente de emociones. El reencuentro con el escenario le había regresado imágenes de pesadilla. —Dicen que en Betania también hay muertos. ¡Nooo, Uldarico, qué tragedia tan grande!
—¿Más muertos? ¡Virgen santísima! —exclamó Uldarico, haciendo invocaciones religiosas nada usuales en él.
Los dos hermanos volvieron a guardar largo silencio, prolongado por la soledad de la plaza. De golpe se encontraron con una imagen que los sacó de su ensimismamiento: una anciana y una niña, tal vez su nieta, lavaban en el andén de la casa el cadáver de un hombre. La niña dejaba caer agua sobre el cuerpo, mientras la anciana limpiaba con un trapo la sangre coagulada que había manado de las heridas producidas a filo de machete. El agua sanguinolenta corría por la superficie del andén. La mujer intentó dar vuelta al cuerpo, pero todo su esfuerzo no bastó para lograr ese propósito. La niña entró a la casa a toda prisa y detrás lo hizo la mujer. El cadáver permaneció allí, cubierto solamente por la luz lechosa de la mañana.
Los hermanos quisieron regresar por el camino a Primavera para cerciorarse de lo sucedido. Sin embargo, decidieron tirar las riendas por el que va a Potosí, a mano derecha llegando al caserío desde Roldanillo. Era el más corto para llegar a El Horizonte, la finca que le había entregado don Segundo Mejía Uldarico en administración, repartiendo ganancias a terceras partes. De sesenta arrobas de café, veinte eran para él y cuarenta para don Segundo Villegas, un caramanteño que le puso ese nombre a las veinte plazas de lomas y potreros porque el día que las compró subió hasta el cerro que servía de lindero y desde allí divisó la torre de la iglesia y los techos de las casas del pueblo de Betania y, más allá, un paisaje de verdes que se prolongaban hasta el horizonte. Los hermanos no entraron a la finca, donde seguramente María Isabel y los muchachos estaban aguardando. Siguieron de largo, bajando los tres kilómetros de pendiente poco inclinada que faltaban para llegar al pueblo.
***
«Sepa que los pájaros eran gente de los pueblos y las ciudades, como usted o como yo, pero pusieron el ojo en las montañas. Allá podían pasar, sin ser vistos, por las carreteras que se pierden entre el monte. Podían andar sin preocupaciones por caminos solitarios, caer en las fincas o los caseríos en las noches sin luna para sacar a la gente a empujones y cumplir con los encargos de dirigentes políticos, terratenientes, empresarios, hombres poderosos que se acostumbraron a mandar a matar para tener más y más, porque no tenían llenadero. Ellos no querían cachiporros en ninguna parte. «Son enemigos del partido, de la iglesia y de la patria», era el sonsonete que los señores de arriba repetían sin parar con el único propósito de justificar los asesinatos y la angurria de quedarse con la finca del vecino o la cosecha ajena que prometía más arrobas que de costumbre.
Mire que los pájaros no fueron pájaros sino después del 46. Antes eran dueños de tiendas, abastecedores de carne, conductores de vehículos de servicio público, zapateros, peluqueros, sastres, boticarios, cacharreros, inspectores de policía, personas que a la luz del día se podían ver ocupados en sus oficios, charlando desprevenidamente con sus clientes o mostrándose como ejemplares ciudadanos dispuestos a prestar su colaboración a quien la necesitara. Eso sí: desayunaban, almorzaban y cenaban con la política; unos adoraban la imagen de Laureano Gómez y otros la de Mariano Ospina Pérez y no aceptaban nada diferente al partido conservador. Como eran fieles devotos de las divinidades católicas, cada ocho días asistían a misa, se confesaban y comulgaban sin cargos de conciencia, aunque la noche los convertía en asesinos desalmados capaces de arrancarle de un solo tajo la cabeza a cualquiera y luego mostrarla como trofeo. O abrirle el vientre a una mujer embarazada para extraer la criatura porque había que cortar de raíz los retoños de una ralea que nunca debió existir. Ellos no aparecieron de un momento a otro. Ellos estaban ahí. Crisóstomo, el viejo peluquero que atusaba diariamente su bigote a lo Clark Gable y a quien nadie conocía por su nombre propio, era conocido en el pueblo por el apodo de ‘Humberto’ debido al corte de cabello con que emparejaba a todos los muchachos de la escuela. Cuando el cliente de turno tomaba puesto en la silla, don Crisóstomo le charlaba de cualquier cosa sin importancia, casi siempre de mujeres, pero poco a poco se iba metiendo en los terrenos de la política y en otros asuntos privados de los del pueblo. Con los clientes obtenía la información que luego transmitía al jefe del directorio. El dedo índice de Don Crisóstomo era tan mortal como el de quien jalaba del gatillo, aunque estaba convencido que él no cargaba con ningún muerto en su conciencia porque nunca había tenido un arma en sus manos. Sin embargo, la sangre del que caía abatido a balazos alcanzaba a salpicarlo de tal manera que ni con el más poderoso detergente lograba sacar la mancha. Ahí estaba don Álvaro, sastre de máquina Singer y aguja privilegiada para la fina confección. De su taller en una casa vieja y oscura salían los elegantes trajes de paño para el matrimonio y los pantalones de dril resistentes al trajín del campo. En las noches llegaba a ese taller un Mercury negro con esa pajaramenta que alzaban vuelo para caer sobre la casa del finquero cuyo nombre estaba marcado con una equis en la lista fatal. Y don Joaquín. Ah, don Joaquín, cabo de corte en los cultivos grandes, leal a toda prueba con sus patrones y sin titubeos al momento de asestarle puñaladas en la espalda a quien no fuera de su afecto político. Su prestigio entre los pájaros lo logró por matar solo con cuchillo o machete, pues las armas de fuego le parecían muy ruidosas. Y Horacio, que era chófer de plaza, transportador de pasajeros en una carriola con carrocería de madera. Su labia de culebrero paisa y esa risita maliciosa con que acompañaba sus historias, dejaban la impresión de un tipo simpático. Lo cierto es que solía ir con Álvaro y Joaquín a ‘cazar’ liberales por los lados de Puerto Quintero como si se tratara de montear guacharacas en las riveras del Cauca. Don Uriel el chofer de servicio público, tan servicial él. Don Alfredo el carnicero, don Honorio el de la compraventa de café, sentado todo el día en la puerta de su depósito. Don Estéban el de la lechería, don Cediel el inspector de policía… Eran muchos los pájaros del pueblo que anteponían a su nombre el relevante ‘don’. Muchos. Algunos iban con Jaime Franco, otros con Lamparilla, unos cuantos, con Pájaro Azul, el resto con Pájaro Verde. Pero a la hora de un trabajo grande, como abalanzarse sobre las fincas y lidiar con cuadras de treinta o cuarenta trabajadores para sacar a un lado a los que tenían salvoconducto del Directorio y con el resto cometer atrocidades, aplicaban al pie de la letra los postulados del cooperativismo del crimen».
***
Marco Tulio Triana, Lamparilla, era de Roldanillo, pueblo asentado en el norte del Valle, al pie de la cordillera Occidental, tranquilo al final de los años cuarenta si se lo veía de paso, pero lleno de turbulentas historias cuando se le echaba una mirada más atenta.
Lamparilla conocía la región como la palma de la mano y por eso impuso su ley en cada rincón del norte del Valle. Como era un hombre de estatura que aventajaba en algo el promedio de la época, a lo que sumaba la mirada fría y amenazante de los asesinos, no encontró obstáculos para que lo vieran con reservas y lo trataran con ese respeto que no era más que temor. No confiaba en nadie y nadie confiaba en él, por lo cual nunca estuvo rodeado de amigos sino de compinches que, en su papel de personas humildes y honorables, a duras penas se ganaban la vida en los talleres y puestos de trabajo. Los ingresos adicionales se los proporcionaba el gusto de jalar el gatillo por otro que tenía prevenciones con la muerte; incluso, no fueron pocos los que lograron acumular riqueza en metálico y tierras ajenas arrebatadas a esos campesinos que tenían que salir con sus corotos, sin que valiera la cinta azul en el borde del bolsillo de la camisa. Así hicieron crecer sus fincas y la de otros que contrataron sus servicios para que pudieran para solventar sus gastos y los de su grupo de matones. Los gastos y la ambición crecieron parejos. Por eso Lamparilla abrió taquilla en La Tulia, en Huasanó, en Ricaurte, en Puerto Quintero. En todos los lugares de la región donde los conservadores eran mayoría, pidió un rincón en las inspecciones de policía para acomodar una mesa en la que se sentaba a recaudar las cuotas para la causa. El dinero lo recibía él, pero los recibos, que se convertían en salvoconductos para los aportantes, los firmaba el inspector.
Lamparilla fue amigo personal del gobernador Borrero Olano desde mucho antes que el político y periodista vallecaucano llegara al palacio de San Francisco. Sin necesidad de hacerse anunciar, entraba como Pedro por su casa. Lo mismo hacían Pájaro Verde, Pájaro Azul, Chucho Gordillo, el de La Unión, Jaime Javier Naranjo ‘El Vampiro’ y Marco Granada, el de Sevilla. Basta con decir que Borrero Olano nombró a Manuel Dolores Vélez, antiguo policía municipal y guardián de la cárcel de Roldanillo, administrador de la Granja Departamental, la que queda a la salida del pueblo, en la carretera vieja que va a El Zarzal.
***
El Tiempo divulgó la noticia: Lamparilla fue muerto a bala en la localidad de Toro el 6 de enero de 1950. Hasta El diario El Clarín de Buenos Aires resumió en algunas líneas la vida delictiva de Marco Tulio. Esa fue su primera muerte de la que se tuvo noticia.
El 6 de enero de 1950 Marco Tulio estaba tomando cerveza con Chucho Gordillo en la galería de Toro. Ambos se hacían acompañar de coperas con las que bailaban las piezas musicales que se escuchaban llegado el mes de diciembre. La cantina estaba más concurrida que otros días, pues, además de ser viernes, era día de Reyes. El bullicio producido por la confusión de voces gangosas de los borrachos se hacía más desordenado al mezclarse con la música que salía de los cuatro parlantes colgados en lo alto de cada esquina del salón. Los dos hombres estaban sentados en la mesa ubicada al pie de la entrada, con el espaldar de los asientos adosados a la pared. No era por casualidad. Al llegar a la cantina, en esa mesa estaban otros que no se atrevieron a contradecir a los dos bandidos cuando exigieron que la desocuparan. Allí, sentados, tomaron hasta que se emborracharon.
En medio de la embriaguez surgió una discusión entre Chucho y Marco Tulio. Los dos se conocían como la palma de sus manos, pues desde hacía años eran compañeros de tragos y de andanzas criminales y sabían que no existían ventajas entre ellos. Los clientes de la cantina también los conocían, aunque de oídas, lo que era suficiente para andar con prudencia y no cometer ninguna provocación. Quizá por eso algunos decidieron ir a agotar botellas en otra parte.
—Usted no es otra cosa que un simple protestado— le gritó Marco Tulio a Chucho. —Usted está tratando con liberales y eso como que no me cuadra de a mucho— recalcó, sin dejar de mirarlo con fuego en los ojos.
Marco Tulio era de los que solo con la mirada se imponía.
—Vea, hombre, no hable paja que usted también tiene sus pendejadas guardadas. Usted es un mero recalzado y ni se sabe si es un protestado. Usted es un mero voltiado, porque antes era rojo y ahora se las da de azulito— le replicó Chucho también mirándolo a los ojos.
Gordillo era menos altanero, pero no por esa razón menos decidido. El respeto y el temor que le tenían lo había ganado con hechos, no con palabras. Con lo de recalzado quería darle a entender que nada importaba que Marco Tulio dijera que era godo y ahora llevara cinta azul pegada con alfiler en la solapa del saco, porque había sido liberal y había trabajado antes con los liberales. No sabía si había cambiado de bando por gusto o por interés o porque le obligaron a firmar un papel jurando convertirse en conservador.
Decidieron zanjar el asunto con un duelo como los que se ven en las películas de vaqueros. Se levantaron de los asientos, salieron tambaleando a la calle con los revólveres en la cartuchera y tomaron posición, frente a frente, a diez metros de distancia. Los dos estaban muy borrachos. Los dos dispararon al tiempo cuantas veces pudieron. Marco Tulio dio dos pasos en diagonal, como si hubiera perdido el equilibrio y cayó para no volver a levantarse. Chucho dobló las rodillas fue auxiliado y llevado al hospital de Toro y de allí al de Tuluá por la gravedad de las heridas, muriendo días después. Así, en resumen, dieron la noticia los diarios y las emisoras el 9 de enero siguiente.
***
Se sabe de personas declaradas muertas que en pleno velorio se levantan. Los dolientes y asistentes, al no lograr asimilar la sorpresa, salen espantados y algunos desmayan. Pasada la impresión, lo primero que asoma en la imaginación de todos es un milagro. Resucitar después de un episodio de catalepsia no es frecuente, aunque sí posible. Pero resucitar después de morir al recibir varios impactos por arma de fuego no es posible y por esa misma razón no podía ser que Chucho Gordillo hubiera muerto en 1950 y ocho años después fuera capturado y estuviera en un despacho de justicia, en indagatoria frente a un juez y un secretario. No podía ocurrir que ese bandido que cayó de rodilla en duelo con Lamparilla y que no pudiera ser salvado por los médicos del hospital de Tuluá, hubiera estado algunos meses en la cárcel de Cali de donde escapó, quizás por la misma puerta por donde escaparon y escaparían otros de su calaña, para volver a las andanzas, ya no al servicio del partido conservador sino del que le encargara algún trabajo sucio, sin importar si el de la orden era conservador o liberal. Por eso es nadie pudo explicar por qué el 18 de septiembre de 1962, cuando había poca gente en el parque de El Dovio por ser martes, un joven de ruana y sombrero de fieltro se le acercó sigiloso y guardando distancia.
—¿Usté es don Chucho Gordillo?
—Sí, hombre. ¿Y usted es…?
—¿No se arrecuerda de mí? Usté mató a mi apá en Primavera hace años. Yo soy…— El muchacho cortó las palabras sin decir su nombre.
No era necesario, pues lo más seguro era que su interlocutor no recordara, entre la larga lista de víctimas que había dejado hasta ese momento, a ese hombre que un 6 de octubre cubriera con su cuerpo al niño de cinco años que era su hijo, evitando que recibiera tres disparos y la muerte. Con movimiento seguramente ensayado muchas veces, el joven levantó una de las puntas de la ruana para tirarla sobre el hombro derecho y sin que Chucho pudiera reaccionar, le descargó en el abdomen cinco lances de mataganado. Chucho Gordillo volvió a caer de rodillas, como cuando el duelo con Lamparilla. El muchacho salió caminando sin prisa, tomando el camino solitario hacia el cañón de Garrapatas. Jamás nadie volvió a saber de él. Los diarios y las emisoras no divulgaron por qué Chucho Gordillo, uno de los pájaros más temidos del norte del Valle, otro amigo personal del señor exgobernador Nicolás Borrero Olano, había muerto por segunda vez en El Dovio, sin poderse asegurar que no caería de rodillas por tercera ocasión.
***
El 8 de octubre de 1949 la historia de Betania cambió para siempre. También su entorno. En el puesto de la policía, frente a la plaza, la mañana transcurrió en una normalidad aparente en la que los cuatro policías nombrados por el alcalde de Bolívar se desenvolvían como si no supieran nada. Sin embargo, tres días antes les habían informado que la gente de Lamparilla y Pájaro Azul volvería ese día a pegarle un buen susto a los cachiporros del pueblo. Hacía casi dos meses habían estado allí metiendo miedo a todo el mundo, sin que los de uniforme gris intervinieran. Tampoco lo hicieron dos días antes, cuando esa gente pasó por La Tulia, Primavera y Naranjal dejando varios muertos y poniendo el pueblo a su merced. Los de Betania mostraron enojo y reclamaron con insultos a los policías, pero éstos se limitaron a responder que cuatro golondrinas nada podían hacer contra cincuenta o sesenta sujetos alterados por los efectos del licor. Desde luego que las disculpas se ajustaban perfectamente para explicar la falta de reacción, mas las razones eran otras. Había órdenes dadas desde el Directorio Departamental Conservador y trasmitidas por la alcaldía de Bolívar para que los cuatro policías municipales se hicieran los de la vista gorda y colaboraran dejando el campo libre; así los pájaros podían entrar y salir en nombre de la fe católica, del glorioso partido conservador y de las autoridades legítimamente constituidas.
Pasado el mediodía el comandante del puesto ordenó a sus hombres no salir. Debían permanecer atentos a cualquier movimiento de personas que no vivieran en el pueblo, pues de La Tulia y Primavera habían llegado algunos apoyos a los liberales que se negaban a abandonar lo poco que habían logrado allí.
Iban a ser las seis de la tarde. Uno de los encargados de vigilar desde los cerros vio la caravana que asomaba en las vueltas del camino, saliendo para Naranjal. A galope tendido partió a avisar que los pájaros estaban a la vista. Esta vez no los cogerían por sorpresa. No había terminado de entregar la razón cuando aparecieron otros dos alertando de la llegada de los pájaros por los otros caminos de entrada al pueblo. Por la trocha de El Dovio venía Mario Restrepo. Él y su chusma se cruzaron con Nacho Giraldo que había partido de Versalles. De Roldanillo venían Lamparilla con voluntarios que se unieron con entusiasmo y mística conservadora y otros reclutados con amenazas: «Si no nos acompaña es porque no es de los nuestros. Y si no es de los nuestros…». De La Unión subió Chucho Gordillo con unos cuantos que estaban dispuestos a hacerse notar. También venia Pájaro Verde, y Pájaro Azul y El Vampiro, que había armado su propia banda con algunos de la vereda La Aguada, porque había sido inspector de policía en Primavera y conocía bien el terreno y a la gente que le podía servir. Por Cerro Azul fue bajando José Noé Ríos, alcalde de Trujillo, acompañado de José Santa, policías municipales, guardias de rentas departamentales y muchos de los que se animaron a participar en la ‘fiesta’. Era la cuota de Leonardo Salazar. Los bandoleros rodearon el pueblo, apostándose en las salidas para cerrar, a plomo, el paso a los que intentaran escapar. El grupo de policías departamentales y municipales que venía entre ellos como refuerzo, se quedó en la periferia para dar la pelea a los liberales atrincherados con escopetas de fisto en los cafetales. Los de los uniformes gris y verde carecían de formación y conocimiento táctico necesario para reducir la fuerza del adversario, pero poseían armas más poderosas y efectivas.
Esta vez no estuvo el padre Rafael para tomar la vocería y enfrentarse a los pájaros en el atrio de la iglesia con un crucifijo en la mano, como lo hiciera el 3 de agosto. Monseñor Luis Adriano Díaz, el obispo de Cali, sabía de primera mano que el cura de Betania era hijo de un liberal y, por lo tanto, era un liberal con sotana. Algo inconcebible dentro del clero. Por eso lo había enviado a cumplir su apostolado allá, en ese pueblo de refugiados rojos. Después vino la presión del Directorio Departamental Conservador para que sacaran de Betania al padre Rafael. El obispo tenía en su redil una oveja descarriada, pero no por esa razón la debía dejar a merced de los lobos. Entonces, lo citó para que estuviera en la diócesis el día 8 de octubre, pues del Directorio le habían advertido que ese día habría revolcón en ese pueblo. Al párroco de Betania le pareció extraño porque el 8 era sábado, día de mucha actividad en la parroquia pues los campesinos llegaban de más arriba a aprovisionarse de remesa y consultar alguna cosa en la casa cural. Pudo ser casualidad. Lo cierto es que monseñor Luis Adriano Díaz se ocupó en varios asuntos y el sacerdote no alcanzó a regresar ese mismo día. Lamparilla y los otros bandidos se sintieron libres de actuar a sus anchas.
El pueblo estaba casi a oscuras. Apenas sí se podían distinguir las siluetas de las casas bajo el reflejo de una luna llena opacada por el velo de las nubes. Todos esperaban la orden de arremeter. Sin embargo, la chusma se contenía por el temor de terminar dándose bala entre ellos. Ya había ocurrido antes. El Vampiro, que era bien mañoso, tuvo la ocurrencia de hacer mecheros y antorchas para alumbrarse, pero algunos estaban muy borrachos y terminaron arrojándolas por gusto sobre los techos de las casas. El pueblo fue una sola llamarada y los que creyeron encontrar refugio seguro echándole tranca a las puertas acabaron carbonizados. Los que salían acosados por el fuego eran recibidos con tiros de fusil, garrote y machete. Las mujeres corrían a esconderse con sus niños, pero eran cazadas y sometidas a toda clase de oprobios. «¡A ellos! ¡Que no quede ni uno vivo! ¡Viva Cristo Rey y el partido conservador!»
Ese domingo la rutina de Betania cambió y la historia de Colombia también. Los sobrevivientes, conservadores que gozaron de inmunidad por haber pintado cruces azules en las puertas, sacaron la cabeza y chocaron de frente con un cuadro de horror nunca imaginado. La luz débil del alba que apenas despuntaba les dibujó docenas de bultos esparcidos por la plaza y en las calles vecinas, cuerpos destrozados y en posturas grotescas, rostros en los que los machetazos dibujaron muecas macabras, casas convertidas en montones de ceniza y madera humeante. La cuenta oficial de los masacrados no se conoció, tal vez por la vergüenza. Quizá porque ocultar la realidad de los hechos fue lo mejor que encontraron los asesinos para poder contarle a sus hijos una historia hecha a la medida de sus conveniencias. Cuando el diario El Relator calculó que los muertos en Betania podían ser unos trescientos, el abogado José Antonio Luján, presidente del directorio Municipal Conservador de Roldanillo exclamó:
—¡Liberales exagerados! ¡Los muertos no pasaron de doscientos cincuenta!
EPÍLOGO
El viejo Emilio venía lidiando con el cajón donde tenía a mano los retazos de cuero, la bolsa de tachuelas, el martillo de cabeza ancha y las tenazas. La remachadora parecía un pequeño pie de hierro fundido asomando por el hombro. Se detuvo en mitad de la calle y casi de inmediato reanudó la marcha. Al pasar frente a mi casa, le dirigió un saludo al abuelo Uldarico.
—Buenos días,
—Buenos días, Emilio. ¿Ya pa’l trabajo?
—Sí, señor, a buscar el bocado de frijoles,
Si yo estaba jugando en andén con tapas recogidas en las cantinas de abajo, el viejo Emilio sacaba del bolsillo una navaja y la pasaba varias veces por la palma de la mano al tiempo que me miraba con ojos muy abiertos y relamía sus labios.
—Vamos a capar a este muchacho —decía con tono impostado.
Yo salía despavorido hacia el interior de la casa, perseguido por las carcajadas de los viejos, hasta llegar al patio para esconderme tras el lavadero. Ellos charlaban por unos momentos, casi siempre sobre la salud de mi abuelo.
—¿Cómo sigue de dolencias, don Uldarico?
—Ay, don Emilio… Esto es una lucha. Todos los días es peor con esta reuma —era la reiterada respuesta del abuelo.
—Ah, caray. ¿Ya se hizo baños de árnica? Es bendita pa’ los dolores.
—Voy a probar, don Emilio pa’ver si me alivio y puedo hacer alguna cosa.
Porque el abuelo se resistía a que la enfermedad lo apabullara hasta quedar reducido a la inutilidad. No permitiría que el dolor en las coyunturas y las rodillas y la torcedura de sus manos y brazos le impidiera agarrar un machete o enjalmar una bestia para cargarla con racimos de plátanos o bultos de café. La vida finalmente lo puso frente a una realidad irreversible.
En la semana siguiente a la masacre de Betania fue forzado a dejar El Horizonte. Un hombre que días antes estuvo andando por el contorno arrimó una tarde y llamó al abuelo Uldarico.
—¿Cierto que esta es la finca de don Segundo Villegas? —preguntó el hombre quien era conocido como ‘El Patón’.
—Sí, esta misma —contestó el abuelo.
El hombre observó detenidamente la casa. Luego la cafetera. Encendió un cigarrillo sin dejar de mirar el cultivo de arábigo que estaba para cosechar.
—¿Cómo cuanto café da esta finca? —preguntó ‘El Patón’.
—Cuando la cosecha es buena puede dar hasta treinta cargas —respondió el abuelo, tratando de mantenerse en calma, pues ya había advertido las intenciones del otro.
—Como le parece mi don que esta finca como que ya no es de don Segundo Villegas, porque el patrón me mandó pa’aca como mayordomo. Usté verá si se queda o se va.
Uno de los jornaleros, que se había quedado escuchando el diálogo desde una prudente distancia, le advirtió al abuelo que ese hombre apodado ‘El Patón’ era nadie menos que Gentil Prieto, de los que andaban con ‘Lamparilla’ y estaban sacando liberales de esas lomas.
Cuando se lo comunicó a don Segundo, éste se mostró resignado.
—Ya no podemos hacer nada, Uldarico —dijo con desgano, como si hablara con nadie.
***
El abuelo Uldarico volvió a La Tulia. Anduvo de finca en finca buscando trabajo, pero todo se iba al traste cuando le veían las manos de dedos retorcidos y los brazos como ramas de ciruelo y la cojera que ya no podía evitar. Ni los emplastos de árnica, ni los baños de cuanta yerba medicinal le recomendaron, obraron el milagro de ser la cura para sus males. La artritis severa que le había invadido lentamente necesitaba otros tratamientos que la sola naturaleza no podía ofrecerle. Como si fuera poco, era un hombre que ya había pasado más de sesenta años transitando por este mundo y su vigor ya no era el de aquellos lejanos tiempos en La Turena. Con dificultad podía levantarse de la cama y siempre lo hacía con la ayuda de alguien. Pasaba el tiempo sentado en el corredor de la casa de su hermano Toño, en La Pedrera, a donde llegó con su mujer y sus hijos y sin nada qué ofrecer.
Lo ocurrido en Betania y otros pueblos de la región era algo que la gente no dejada de comentar en toda parte a pesar de haber pasado tres semanas desde entonces. Los finqueros ya no se preocuparon por sus tierras y decidieron abandonarlas, dejándolas en manos de gente que necesitaban ampliar las suyas. Toño no fue la excepción. A él también le hicieron la visita. Dicen que fue el mismo ‘Lamparilla’ en persona.
Toño alzó corotos y cogió camino hacia Bolívar. Pasó de largo y, sin saberse hacia dónde iba, su imagen se fue diluyendo hasta desaparecer en algún recodo. Nada se volvió a saber de él.
Benjamín se quedó en La Tulia. Tres años atrás había logrado hacer real el sueño de tener una pequeña que le diera la comida. Por esas cosas de la buena suerte que nunca lo abandonó, los pájaros no buscaron anidar allí. Carlos, su hijo mayor, afirmaba que a Benjamín no lo tocaron porque era un tipo alegre, de muchos amigos y servicial con todos. Sus nietos siguen afirmando lo mismo.
Al abuelo Uldarico no le quedó más que seguir los pasos de su mujer. La abuela María Isabel era mujer de terquedades y nada la atajaba cuando se decidía a algo. Por eso, al decir que era mejor «echar pa’l pueblo», el viejo prefirió callar y dejar que lo ayudaran a acomodarse en el Willys que llevaría, hasta Roldanillo, a toda la familia con sus trebejos.
Llegaron a una casita de dos alcobas y corredor interior abierto hacia un patio en tierra. La única que encontraron disponible al término del viaje apresurado. Estaba ubicada en esa calle ciega que desemboca al final de lo que comprendía la zona de tolerancia, a las afueras del pueblo.
—¿Qué diantres vinimos a hacer por acá? —se atrevió a preguntar el abuelo.
—Si no le gusta, devuélvase pa’ la loma —fue la respuesta contundente de la abuela.
De nuevo la venta de comida en la galería fue la solución. Lucila ya conocía la rutina. A diario se veía a la abuela y sus hijos bajar por la calle que la gente dio por llamar ‘la calle de los tramposos’, cargados con ollas y otros utensilios y algunos alimentos ya preparados. Fue cuando Lucila conoció a Luis Ortega, un vendedor de carne que, atraído por la sazón de la abuela y los encantos de su hija, se convirtió en cliente cotidiano de la sancochería. Y en marido de Lucila. Paulina decidió aprender otro oficio. La necesidad se impuso a la vocación y en contravía de la costumbre se fue haciendo peluquera. Manuel se metió, de la mano de su cuñado, en el mundo del sacrificio de ganado y luego en las tareas de la construcción. Rosaura, la menor, se ocupó en labores de cafetines y cantinas. Siguió mostrando un espíritu inquieto, rebosante de vitalidad y desacatos, como el viento que se encajona en el cañón de Garrapatas y sale impetuoso hacia el valle.
***
De Cascarillo bajan mulas cargadas de muertos atravesados en las enjalmas y con un costal tapándolos hasta la cintura. A unos los descargan en la primera cantina, la de cortinas rojas a la entrada de Roldanillo. A casi todos los desvían hacia la calle de Los Trampo-sos, arreando las bestias para que no se detengan. La gente ya se acostumbró a las recuas de la muerte.
El abuelo Uldarico, apoyado en las muletas de palo, trata de no verlos. Arrastrando los pies se impulsa con afán. Sube el corto trecho de la calle hasta la casa y entra dando un portazo. Yo me quedo en el andén,jugando con carritos hechos con cajas de fósforos.
—¡Sin azotar las puertas, mijo! —grita la abuela María Isabel desde la cocina.